Marce López, el niño explorador de Don Bosco promoción 1988, fue
concebido en una noche de luna llena en Hernandarias, la zona paraguaya
del Alto Paraná, y tal vez tuvo esa noche ardiente algo que ver en su
físico apolíneo, con su fulminante sensualidad. El mundo voluptuoso de
Belén, el pueblo selvático de donde es oriunda su familia, los insectos,
las flores, la miel salvaje y las serpientes, los colores del mango y
la papaya tejieron un cielo femenino y protector –calor intenso, cuerpos
sudados, olor a río– que fue el deleite de su infancia.
Toda su
familia es paraguaya y bilingüe: el guaraní es la lengua doméstica, una
estirpe de la que está orgulloso y que tiene una genealogía heroica: su
tatarabuelo por parte de su materna era un esclavo africano que fundó la
libertad económica de su linaje con la siembra de caña de azúcar.
Pero
Marce nació en un departamentito de Quilmes, donde su madre puso un
colorido y bullicioso taller de confección de vestidos de organza y
terciopelo en el que trabajaba también su abuela Eudoxia Paná, cuando
llegaba desde Paraguay para quedarse con ellos durante meses. A los ocho
años conoció “la casita de su abuela en Belén, ese universo”, donde lo
embriagaron de alegría y malcrianza decenas de tías. La abuela Eudoxia,
la más respetada modista del pueblo y gran tejedora de crochet, lo
dejaba recolectar los huevos de las gallinas mientras ella cosía en una
máquina Singer antigua. Mientras tomaban mate le explicaba la calidad de
las telas, los secretos de la confección del panal de abeja; en el
horno de barro se cocinaba un delicioso chipá. Bañarse en el río
cristalino, junto a los monos que cruzaban de árbol en árbol y los peces
que comían la fruta caída, correr bajo las bandadas de loros verdes y
rojos, sortear el peligro de las serpientes venenosas: Marce
experimentaba toda esa aventura emocionante y peligrosa.
Trabajó
en el taller desde chiquito, limpiando las máquinas y surfilando, hasta
que la maestra de cuarto grado advirtió a su madre: “Para mí que va ser
homosexual”. Para reafirmar su sospecha le mencionó una redacción en la
que dialogaban dos vestidos y aconsejó inscribirlo, con el propósito de
“enderezarlo”, en Exploradores Argentinos de Don Bosco, cosa que se hizo
de inmediato pero que no impidió que le gustaran los chicos con locura y
que en los ratos libres cosiera a mano alfileteros con forma de
animalitos. Era una especie de niño modelo: vestía conjuntos de ropa en
color rosa, jardineros cortos azul francia, lazo de seda en el cuello y
camisa con alforzas; un excéntrico vestuario para un niño de Quilmes. La
abuela Erdoxia, además de mimarlo en exceso, le daba estrictas clases
de urbanidad en la mesa, que debía cumplir perfumado y peinado. Era tan
serio y responsable que en cuarto grado lloró durante dos días por
haberse sacado sólo un ocho en una prueba.
Como el colegio de Don
Bosco era muy caro, siguió en la escuela pública pero los fines de
semana participaba en las actividades de los Exploradores, que eran
gratis. Si en la escuela su objetivo era ser invisible (detestaba la
crueldad infantil y el mote de “paraguayito”; iba a una psicopedagoga
para corregir una tartamudez; cuando lo tildaban de “amanerado” se
peleaba a las trompadas, hasta que le salía sangre por la nariz), en
Exploradores encontró amigos y un modelo de existencia: el concepto de
bondad aplicado, un patrón de relación que luego, a lo largo de su vida,
intentó reproducir.
En un principio lo había aterrado el mundo de
los varones, sobre todo los jefes de batallón hermosos, altos y
atléticos, vestidos en shorts, amables y protectores. No había nada más
divertido que los abrazos entre varones, pero también rankeaban los
rezos de los domingos en la iglesia y las charlas sobre los buenos
pensamientos y la obediencia. Durante dos años seguidos fue elegido el
mejor explorador del batallón.
A los ocho viajó a Asunción para
conocer a su padre. Lo dejó plantado cuatro veces, pero era un tipo
encantador, camisa rosa pálido, pantalón beige de hilo, lloró al
abrazarlo. Al volver a verlo, veinte años más tarde, Marce le dijo que
lo había necesitado mucho, y él, dulce y amoroso, le confesó sus miedos.
“Todo se alineó, tomó la forma de un horizonte”.
Marce fue virgen
–¡ni siquiera conoció un beso!– hasta los diecinueve años. Adoraba a
los Smiths, llevaba una remera con la imagen de Morrisey desnudo –que
había proclamado su celibato– como a un estandarte homoerótico. Usaba
anteojos de marco rosa transparentes: era un provocador.
La ropa
que diseña y cose ahora Marce López tiene un nombre político: AÔ, que
significa ropa en guaraní. Su eslogan es “ropa para tu chico”: exalta la
idea del obsequio y del amor entre varones. Aunque los géneros son made
in Paraguay, el tratamiento con fibras metálicas lo convierte en un
Tech-artesanal-orgánico, una cruza entre diseño latinoamericano y diseño
sueco que no olvida sus orígenes: “Recuerdo a mi abuela con cada prenda
terminada, por eso mi trabajo es amor”.
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