HOMILIA ORDENACIÓN DIACONAL
Iglesia
Catedral, viernes 14 de septiembre de 2012
“Jesucristo…
se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor” (Flp. 2, 7)
Hermanas y hermanos:
Para la Iglesia que
peregrina en Quilmes, hoy es un día de fiesta por dos motivos. Es la Fiesta
Patronal secundaria de nuestra Diócesis, que hunde sus raíces en la creación de
la “Reducción de la Exaltación de la Santa Cruz de los Indios Quilmes” del año
1666. El Padre Obispo Jorge Novak, durante el Primer Sínodo Diocesano, el 11 de
septiembre de 1983, dedicó esta Iglesia Catedral, y recuperó el título patronal
de “Exaltación de la Santa Cruz”, título original de la primera capilla,
recordando a los sufridos indios Quilmes y a la primera evangelización. La otra
razón de esta nuestra fiesta es la Ordenación Diaconal de estos ocho hermanos
nuestros que han venido formándose en nuestra Escuela de Diáconos Permanentes
“San Lorenzo Diácono”.
Las lecturas de esta
liturgia nos ponen en la presencia del Dios, que en la “locura” de su amor por
nosotros, “se anonadó a sí mismo, tomando
la condición de servidor, y haciéndose semejante a los hombres” (Flp. 2,
7). En este himno de la carta a los filipenses, el actuar de Cristo es una
réplica al actuar de Adán, que se negó a asumir su realidad humana de creatura,
según el plan divino, y pretendió poseer una condición humana por
autoafirmación, en desobediencia a Dios; Cristo, es todo lo contrario; no se
aferró a su condición divina de igualdad con Dios, sino que desposeyéndose,
anonadándose (la kénosis) se hace servidor, en obediencia hasta la cruz.
Este himno de la primera comunidad cristiana constituye la más profunda
interpretación del acontecimiento Jesús, y es la clave de su señorío, que sólo
le pertenece a Dios, a quién solo hay que adorar, doblarle la rodilla.
Jesús, el Hijo de Dios,
nos muestra que estar en igualdad con Dios significa, en lo profundo, “no
aferrarse”, ser capaz de vaciarse de sí mismo. Nos revela esto: ser Dios es estar totalmente desasido de sí
mismo, para la total entrega. Nos revela que ser de condición divina
equivale a ser-dador, un amor total
de pura gratuidad, es un darse todo.
Cristo no vino a ser
servido, sino para servir y dar su vida (Mc. 10, 45). La cruz es la palabra
dramática elocuente y conclusiva de este mensaje del himno escuchado. Por eso
la respuesta de Dios Padre: la resurrección, que lo eleva al
Nombre-sobre-todo-nombre, el nombre de Señor. Ante él doblamos la rodilla y
exclamamos con alegría: ¡Jesucristo es Señor!
Ustedes nos han invitado
a este momento tan importante de sus vidas y de sus familias por medio de una
hermosa tarjeta ilustrada con el lavatorio de los pies, y la frase de Mc. 9,
35: “Si alguno quiere ser el primero, que
se haga el último y el servidor de todos”. Palabras que Jesús pronuncia
mientras iba a Cafarnaún, luego de preguntar a los discípulos de qué iban
discutiendo en el camino. Les preocupaba quién era el más importante. Esta
enseñanza de Jesús marcó a la primera
Iglesia y a la tradición apostólica, puesto que está en varias narraciones del
evangelio. Hay que hacerse servidor de los pobres y pequeños. Más adelante
Marcos presenta otro pasaje similar, donde dos apóstoles, los hijos de Zebedeo
piden los primeros puestos en el Reino (10, 43). Allí refuerza la motivación
del servicio, al decir que el Hijo del hombre no ha venido a ser
servido, sino a servir y dar su vida en redención de la multitud (10, 45).
Servir hasta dar la vida.
Esta exigencia de Jesús ataca en lo más profundo el afán de orgullo y de ansia
de poder en el ser humano. Jesús intenta transformar el orden que tantas veces
prevalece entre nosotros, donde poder y servicio nunca van juntos.
La enseñanza de Cristo
busca crear un orden nuevo en el que se refleje el dominio de Dios en la
extensión de su Reino. Dios domina por medio del amor misericordioso. Jesús ejerce su poder en este Reino que el
Padre le ha confiado, mediante el
servicio: el Siervo sufriente de Dios se hace siervo de los hombres con una
particular solidaridad con los pobres, los desheredados, con los pecadores y
alejados. Aquí está la “grandeza”, el “poder” cristiano. La cumbre de servicio
del Mesías está en su entrega en la cruz redentora. La grandeza humana no
reside en el tener, sino en el dar. Porque dar es el signo de amar: “Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a
su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga vida
eterna”; lo hemos escuchado en el evangelio de hoy. Esta es la razón
última, la causa trascendente del misterio de la salvación: el amor de Dios.
Todo se debe a la iniciativa de un amor tan impensable, que por nosotros llega
a entregar a su propio Hijo único. Este entregar al Hijo, alude a la cruz, entrega a la muerte.
Jesús define el servir, en última instancia, en el dar la vida. Esto es lo contrario del apetito
de parecer grande (“ser tenido por… grande”). En el espíritu del evangelio toda
autoridad, todo encargo, se ordena al servir a los hermanos, a la comunidad. Es
un servicio de amor. Servir hasta dar la vida, pero no darla necesariamente
como hecho final, en la muerte corporal, física. Dar nuestra vida se va
expresando en dar nuestro tiempo, nuestro saber, ejerciendo nuestra profesión u
oficio, nuestro trabajo, todo con un sentido social de servir a la comunidad,
servir al prójimo. Servicio de la fe en querer evangelizar, con el testimonio
de vivir el evangelio. Servicio de la promoción de la justicia, que es parte
integrante de la evangelización. Esto vale para todo fiel cristiano; cuánto más
para aquel que ha recibido el llamado de Dios para ser en medio de su pueblo signo, sacramento de Cristo Servidor, Cristo
Diácono.
Los apóstoles, en la
primera comunidad cristiana, al predicar la Buena Noticia ven que no dan abasto
en la atención de las necesidades de los más pobres, en el servicio a las
mesas, eligen a los primeros diáconos. Son los que hacen presente en la
comunidad a Cristo Diácono, o sea, servidor.
Leemos en la Constitución
dogmática “Lumen Gentium”, del Concilio
Vaticano II:
“los diáconos, reciben la
imposición de las manos «no en orden al sacerdocio, sino en orden al
ministerio». Así, confortados con la gracia sacramental, en comunión con el
obispo y su presbítero, sirven al pueblo de Dios en el ministerio de la
liturgia, de la palabra y de la caridad. Es oficio propio del diácono, según le
fuere asignado por la autoridad competente, administrar solemnemente el
bautismo, reservar y distribuir la Eucaristía, asistir al matrimonio y
bendecirlo en nombre de la Iglesia, llevar el viático a los moribundos, leer la
Sagrada Escritura a los fieles, instruir y exhortar al pueblo, presidir el
culto y oración de los fieles, administrar los sacramentales, presidir el rito
de los funerales y sepultura”. (LG, 29)
En el mismo documento el Concilio establece el
diaconado como grado propio y permanente de la jerarquía.
También leemos en el Catecismo de la Iglesia
Católica:
“Desde el Concilio
Vaticano II, la Iglesia latina ha restablecido el diaconado «como un grado
particular dentro de la jerarquía» (LG 29), mientras que las Iglesias de
Oriente lo habían mantenido siempre. Este diaconado permanente, que puede ser conferido a hombres casados,
constituye un enriquecimiento importante para la misión de la Iglesia. En
efecto, es apropiado y útil que hombres que realizan en la Iglesia un
ministerio verdaderamente diaconal, ya en la vida litúrgica y pastoral, ya en
las obras sociales y caritativas, «sean fortalecidos por la imposición de las
manos transmitida ya desde los Apóstoles y se unan más estrechamente al
servicio del altar, para que cumplan con mayor eficacia su ministerio por la
gracia sacramental del diaconado» (AG 16). (CIC N° 1571)
Cuando decía esto el
Catecismo (año 1992), en nuestra Diócesis ya eran muchos los diáconos
permanentes que habían sido ordenados por nuestro querido Padre Obispo Jorge Novak,
pastor solícito y previsor, cuya preferencia estaba puesta en los más pobres y
marginados.
A veinte años de la
apertura del Concilio Vaticano II, en el discurso de apertura de la 2ª Sesión
del Sínodo Diocesano, el Padre Obispo decía:
“Este primer Sínodo ha de incorporar en forma inequívoca a los diáconos
permanentes, a los lectores y acólitos, a los animadores de comunidades a
nuestra vida eclesial. Para comenzar es necesario insistir que no nos referimos
a tales ministerios como si fueran transitoriamente una ayuda a los
presbíteros, por el número insuficiente de éstos. El punto de partida de
nuestro análisis pastoral no es un lamento de penuria, sino la gozosa
constatación de una plenitud. Jesús, Siervo de Yahveh, y servidor de los suyos,
ha provisto a su comunidad con una sobreabundante gracia de servicialidad”
(Colegio San José, 20-09-82)
Hoy podemos decir que
nuestra Iglesia particular se alegra al ver que estos hombres se deciden a
solicitar el sagrado Orden del Diaconado, y la Iglesia los acepta y por la
imposición de las manos y la invocación del Espíritu son consagrados.
La entera entrega al
Señor y su Iglesia supone también la generosidad de sus esposas, que libremente
han expresado su total consentimiento para este servicio eclesial. Es de nobleza
agradecer, en nombre de la comunidad cristiana, este gesto profundo de amor a
Dios y a su pueblo. No sólo expresamos nuestra gratitud a las esposas, sino
también a sus hijos que, privándose del legítimo tiempo que el papá les pudiera
dispensar, consienten y respetan la decisión de él para seguir este llamado del
Señor. A todos, Dios les bendiga y les recompense tanta generosidad. Tengan presente
que Dios no se deja ganar en generosidad.
Agradezco la presencia
del Sr. Arzobispo de Corrientes, Mons. Andrés Stanovnik, que ha querido
acompañarnos, especialmente a Luis con quien ha compartido muchos años de su
juventud en el seguimiento de Jesús.
También el reconocido
agradecimiento a la Escuela de Diáconos “San Lorenzo Diácono”, a su director el
P. Félix, profesores y alumnos, que forman una verdadera comunidad con el deseo
de ponerse al servicio de la evangelización.
Así también agradezco a
tantas hermanas y hermanos de la Diócesis y de otros lugares, que hoy estamos
aquí celebrando el amor de Dios que se hace servicio en las personas de estos
ocho hombres.
Ante el llamado de Dios,
la Virgen María respondió: “yo soy la
servidora del Señor; que se cumpla en mí lo que has dicho” (Lc. 1, 38). A
ejemplo de ella y por su intercesión, el Señor les conceda la gracia de ser
humildes, valientes, dóciles, disponibles, de fe sólida y de amor intenso y
generoso. Así sea.
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