13 mayo 2014

Papa Francisco La alegría evangelizadora de la moral

La lectura de la exhortación Evangelii gaudium del papa Francisco nos ayuda a descubrir el carácter liberador de la ética cristiana y a intuir todas sus profundas consecuencias pastorales.

Seamos sinceros. La moral propuesta por la Iglesia Católica tiene mala prensa. Suele ser asociada a rigideces represoras, claramente referidas a la sexualidad, y tan poco apreciada en la práctica concreta de muchos varones y mujeres creyentes como desvalorizada en ambientes agnósticos y ateos. Seamos razonables. Mientras la moral se presente como normas de un super-yo relacionado con instituciones controladoras, sean ellas estado, iglesias o escuelas, nunca podrán vincularse con la alegría, el entusiasmo y el disfrute de la vida. Seamos honestos. Las normas sexuales no sólo figuran en los catálogos de las religiones. En la Cuba atea en la primera etapa del castrismo, los homosexuales eran acusados de contrarrevolucionarios y enviados a los campos de trabajo conocidos como Unidades Militares de Ayuda a la Producción. Más adelante, los artistas gays eran marginados o forzados al exilio. Recientemente Fidel Castro hizo una autocrítica de aquellos momentos, pero el sufrimiento que produjo no puede borrarse de la memoria de las víctimas. Seamos claros. “Por ejemplo, si un párroco a lo largo de un año litúrgico habla diez veces sobre la castidad y sólo dos o tres veces sobre la caridad o la justicia, se produce una desproporción donde las que se ensombrecen son precisamente aquellas virtudes que deberían estar más presentes en la predicación y en la catequesis” (Francisco, Exhortación Evangelii gaudium 38). Seamos audaces. Intentemos una nueva manera de presentar la moral con los elementos que muchas veces la predicación y la catequesis dejaron de lado. Para ello se encuentran algunas pistas interesantes en la Exhortación del Papa Francisco La alegría del Evangelio (EG), que sin pretender ser un tratado de moral, propone en sus páginas algunos principios que aportan nuevos matices, acentos y aperturas. La exigencia del amor sobre la ley Aunque por razones pedagógicas se suele presentar el Decálogo como síntesis del comportamiento cristiano, una formulación meramente legalista puede llevar a que pierdan su fuerza positiva y los valores que busca proteger. “Nada nos impide traducir de otra manera, pero no menos fiel, el contenido de este código israelita en términos de una moral de valores o axiológica” (Pontifica Comisión Bíblica, Biblia y moral, 30). Por lo tanto, es preferible partir de otro ángulo. Según Francisco: “Es evidente que cuando los autores del Nuevo Testamento quieren reducir a una última síntesis, a lo más esencial, el mensaje moral cristiano nos presentan la exigencia ineludible del amor al prójimo: Quien ama al prójimo ya ha cumplido la ley… De modo que amar es cumplir la ley entera (Rom 13,8.10)” (EG 161). Sobre la base del principio del amor, se estructuran una jerarquía de valores que no han de ponerse todos al mismo nivel, ya que ello nos retornaría a una moral de la “ley” sobre una moral del amor. “En este sentido, el Concilio Vaticano II explicó que hay un orden o jerarquía en las verdades de la doctrina católica, por ser diversa su conexión con el fundamento de la fe cristiana. Esto vale tanto para los dogmas de la fe como para el conjunto de las enseñanzas de la Iglesia, e incluso para la enseñanza moral” (EG 36). El primer lugar del mensaje evangelizador lo ocupa el “kerigma”, palabra griega que en teología y pastoral se refiere al anuncio de la acción liberadora de Jesucristo, el Señor Resucitado, su misericordia en recibirnos y la respuesta de conversión que espera de cada uno de los creyentes incorporados al Reino de Dios. “Es el anuncio que responde al anhelo de infinito que hay en todo corazón humano. La centralidad del kerigma demanda ciertas características del anuncio que hoy son necesarias en todas partes: que exprese el amor salvífico de Dios previo a la obligación moral y religiosa” (EG 165). El antecedente de esta enseñanza se encuentra en el reportaje que Francisco brindó al director de la Civiltà Cattólica: ”La propuesta evangélica debe ser más sencilla, más profunda e irradiante. Sólo de esta propuesta surgen luego las consecuencias morales. Tenemos, por tanto, que encontrar un nuevo equilibrio, porque de otra manera el edificio moral de la Iglesia corre peligro de caer como un castillo de naipes, de perder la frescura y el perfume del Evangelio” (ver EG 39). Teniendo siempre en cuenta la persona La persona que recibe el kerigma puede ser un publicano de Jericó, una prostituta de Galilea, un centurión romano, una mujer samaritana, un ciego de nacimiento, un pescador como Pedro y un perseguidor como Saulo. Hoy también puede ser un empleado bancario, una trabajadora sexual inmigrante de América Central, un cartonero de Villa Hidalgo, un gendarme correntino o un periodista xenófobo. Para estas y otras vivencias, es importante el aporte que Francisco formuló en el reportaje de la Civiltà Cattólica, después de la frase que impactó en todos los medios de comunicación: “Durante el vuelo en que regresaba de Río de Janeiro dije que si una persona homosexual tiene buena voluntad y busca a Dios, yo no soy quien para juzgarla”. Inmediatamente explicó el principio del vínculo que Dios establece con sus hijos e hijas y que desborda el ejemplo propuesto. “Hay que tener siempre en cuenta a la persona. Y aquí entramos en el misterio del ser humano. En esta vida Dios acompaña a las personas y es nuestro deber acompañarlas a partir de su condición… El anuncio misionero se concentra en lo esencial, en lo necesario, que, por otra parte es lo que más apasiona y atrae, es lo que hace arder el corazón, como a los discípulos de Emaús”. Es desde esa condición personal y única que la gracia de Dios actúa respetando la libertad débil del hombre, sin violentarla. Porque la libertad humana está llena de condicionamientos que en determinadas circunstancias pueden disminuir e incluso suprimir la responsabilidad de las acciones. A este proceso, un documento del Episcopado Argentino lo explicaba sintetizándolo con el subtítulo “Un itinerario formativo gradual” (ver Navega mar adentro, 79). Por eso, el anuncio del kerigma presenta el ideal evangélico en todo su valor, pero desde el punto de vista de la persona hay que “tener en cuenta las etapas posibles de crecimiento de las personas que se van construyendo día a día… Dios obra misteriosamente en cada persona, más allá de sus defectos y caídas” (EG 45). Un caminar cotidiano Este crecimiento, sus etapas y condicionamientos son explicados por Francisco recurriendo a un texto del Catecismo poco difundido y mucho menos aplicado: “Por otra parte, tanto los Pastores como todos los fieles que acompañen a sus hermanos en la fe o en un camino de apertura a Dios, no pueden olvidar lo que con tanta claridad enseña el Catecismo de la Iglesia católica (1731): La imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas e incluso suprimidas a causa de la ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos, los afectos desordenados y otros factores psíquicos o sociales” (EG 44). En el mismo sentido enseñaba santo Tomás de Aquino que “alguien puede tener la gracia y la caridad, pero no ejercitar bien alguna de las virtudes a causa de algunas inclinaciones contrarias que persisten” (EG 171). Además, actualmente existe también una “ignorancia mediáticamente invencible”, provocada por la globalización de la cultura y con la fuerza de los medios de comunicación social. Fue denunciada por Juan Pablo II como “una nueva escala de valores, a menudo arbitrarios, frente a los cuales es muy difícil mantener viva la adhesión a los valores del Evangelio” (La Iglesia en América, 20). La moral, presentada en clave evangelizadora privilegia el anuncio de una misericordia divina, es decir, desbordante e ilimitada que se dirige a los hijos y las hijas del Padre del cielo, limitados en su condición humana por circunstancias psicológicas, sociales y culturales. “Vemos así que la tarea evangelizadora se mueve entre los límites del lenguaje y de las circunstancias. Procura siempre comunicar mejor la verdad del Evangelio en un contexto determinado, sin renunciar a la verdad, al bien y a la luz que pueda aportar cuando la perfección no es posible” (EG 43). Por ello “un pequeño paso en medio de grandes límites humanos, puede ser más agradable a Dios que la vida exteriormente correcta de quien transcurre sus días sin enfrentar importantes dificultades” (EG 44). Dilemas en la intimidad de la conciencia Uno de los lugares más confidenciales, dónde los grandes principios de la más rica tradición moral enfrenta los dilemas de las personas concretas es el ámbito del sacramento de la reconciliación, de la dirección espiritual y del ministerio de la escucha. En el reportaje de la Civiltà Cattolica, Francisco lanza una pregunta que parece muy propia de un examen de la “Práctica de la Confesión” que tanto hace temblar a los ya cercanos presbíteros: “Estoy pensando en la situación de una mujer que tiene a sus espaldas el fracaso de un matrimonio en el que se dio también un aborto. Después de aquello esta mujer se ha vuelto a casar y ahora vive en paz con cinco hijos. El aborto le pesa enormemente y está sinceramente arrepentida. Le encantaría retomar la vida cristiana. ¿Qué hace el confesor?”. Francisco no responde la pregunta, porque la respuesta fue anticipada antes de formular el interrogante: “Hay que acompañar con misericordia. Cuando sucede así, el Espíritu Santo inspira al sacerdote la palabra oportuna. Esta es la grandeza de la confesión: que se evalúa caso a caso, que se puede discernir qué es lo mejor para una persona que busca a Dios y su gracia. El confesionario no es una sala de tortura, sino aquel lugar de misericordia en el que el Señor nos empuja a hacer lo mejor que podamos”. La audacia evangelizadora en la pastoral eucarística Para la pastoral del sacramento de la Eucaristía de quienes sinceramente nos reconocemos pecadores, Francisco también propone miradas novedosas que son tan antiguas como la de los Padres de la Iglesia y que parecían ocultas en el polvo de los siglos. Afirmaba San Ambrosio: “Tengo que recibirle siempre, para que siempre perdone mis pecados. Si peco continuamente, he de tener siempre un remedio... El que comió el maná murió; el que coma de este cuerpo obtendrá el perdón de sus pecados”. Y frente a la indignidad del pecador, sostiene San Cirilo de Alejandría: ”Me he examinado y me he reconocido indigno. A los que así hablan les digo: ¿y cuándo serán dignos? ¿Cuándo se presentarán entonces ante Cristo? Y si los pecados de ustedes les impiden acercarse y si nunca van a dejar de caer –¿quién conoce sus delitos?, dice el Salmo–, ¿se quedarán sin participar de la santificación que vivifica para la eternidad?” (ver ambas citas en EG nota 51). Sobre la base de estas citas, Francisco encuentra una nueva enseñanza, referida a la comunión. “La Eucaristía, si bien constituye la plenitud de la vida sacramental, no es un premio para los perfectos sino un generoso remedio y un alimento para los débiles. Estas convicciones también tienen consecuencias pastorales que estamos llamados a considerar con prudencia y audacia” (EG 47). ¿Cuáles son las consecuencias pastorales que hemos de considerar con prudencia y audacia? Aquí quedan abiertos varios interrogantes, entre los que me permito señalar ha de incluirse el tema de la conciencia y los procesos de una formación progresiva en la captación de los valores. Porque, como explica uno de los moralistas más clásicos del siglo XX, “Dice Inocencio III: Todo el que obra contra su conciencia edifica para el infierno… De dónde se deduce la primacía absoluta de la conciencia sobre la misma ley. En este sentido no hay inconveniente en admitir un cierto relativismo en la ley objetiva, porque en caso de conciencia invenciblemente errónea, obliga la conciencia y no la ley” (A. Royo Marín, Teología Moral para seglares, Tomo I, 158). Por eso, en sus clases de ética en la Universidad enseñaba el joven profesor Karol Wojtyla –luego Juan Pablo II– “obra según tu conciencia, buscando siempre la verdad”. Nuevos surcos de la alegría evangelizadora –también en lo moral– se abren promisorios porque aunque con frecuencia “nos comportamos como controladores de la gracia y no como facilitadores” sabemos que “la Iglesia no es una aduana, es la casa paterna donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas” (EG 47).  

 
Eduardo A. González


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