
La Constitución Lumen gentium pone en marcha la
“revolución copernicana” referida por el padre J. M. Yves Congar, el más
grande eclesiólogo del siglo XX y perito conciliar, recuperado por Juan
XXIII de las condenas a las que el Santo Oficio había sometido a toda
una generación de teólogos en torno a 1950.
Aquella “revolución copernicana” no era otra cosa que el
retorno a lo que el propio Congar llamaba la “eclesiología del primer
milenio”:
- La Iglesia entendida como misterio, es decir, afincada
en el plan salvífico de Dios para los hombres manifestado
definitivamente en Cristo.
- La Iglesia, cuerpo de Cristo que se desenvuelve en la
historia como pueblo de Dios convocado por la Palabra hecha carne y
enviado a todos los hombres.

- La recuperación de la dimensión ministerial de toda la
comunidad cristiana, liberando a los ministerios de la apropiación
exclusiva por parte del clero.
- La superación de una eclesiología restringida a una
consideración juridicista de la monarquía papal, por una eclesiología
que diera cuenta de la anchura, la longitud y la profundidad de la
Iglesia toda.
- La consideración de la colegialidad episcopal como contexto en el que entender la primacía universal del obispo de Roma.
Y así podríamos seguir…
Este aniversario tan significativo ocurre en momentos en
que el actual papado intenta dar cuenta con acciones concretas de la
herencia del Concilio, una herencia que parecía ya olvidada, por un
lado, por los que nunca creyeron en ella –la curia romana, por ejemplo–,
e ignorada cada vez más, en los hechos, por amplios sectores de la
Iglesia, lo que incluye a buena parte del clero y a muchos de los que
hoy parecen emocionarse con algunas de las decisiones de Francisco.
El tiempo por venir, lleno de desafíos, irá diciendo si
desde el olvido del Concilio –característica de la Iglesia católica en
las últimas décadas– quedan reservas para recuperar el programa del
Concilio y si entonces, cincuenta años después, la Constitución Lumen gentium tiene algo que decir a las Iglesias.
Oscar Campana
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