10 julio 2013

FRANCISCO DE ASÍS

IGNACIO LARRAÑAGA OFMCap 


I. ASCENSO Y DECLINACIÓN DEL CARISMA

De cuando en cuando aparecen en la Iglesia personalidades
dotadas de condiciones especiales, que despiertan a los dormidos,
cuestionan y amenazan estabilidades consagradas, abren horizontes
nuevos y trazan rutas inéditas. Son los carismáticos. Igual que en una
aventura, el carismático se lanza solitariamente por geografías
desconocidas para explorar senderos que nunca nadie había
recorrido anteriormente.

Su mensaje parece nuevo. No lo es sin embargo; pero va revestido
de tal empuje y resplandor, que tenemos la impresión de estar ante
un fenómeno nunca presenciado. Generalmente, el nuevo mensaje no
hace referencia a contenidos doctrinales, ni a actos cultuales, ni
siquiera devocionales; sino que enfatiza en una actitud existencial,
algo así como en un nuevo estilo de vida; las exigencias del mensaje
son pocas y esenciales, y van anunciadas en un tono urgente y
absoluto. En nada se parece a una enseñanza racional o a un
enunciado doctrinal, sino más bien lleva una fuerte carga vital y va
directamente dirigida al corazón.

A veces el profeta se yergue como un ariete ante los muros
institucionalizados y organizaciones religiosas; y pareciera amenazar
con acabar con todo lo que pacientemente se había edificado hasta
entonces. Se trata de un profeta agresivo. Otras veces, en cambio, el
profeta influye por el fulgor de su vida y la plena concordancia entre lo
que dice y hace. A este grupo pertenece Francisco de Asís.

El carisma nace y crece espontáneamente, impulsado por una
fuerza que le viene desde dentro, se resiste a ser enmarcado en
determinados cuadros y se escurre de las manos de quien quisiera
asirlo o manipularlo. Es como una llama desprendida del leño,
dinamismo puro, en perpetuo movimiento igual que la vida, hasta el
punto de aparecer frecuentemente como carente de solidez.

En torno al carismático se congrega un grupo de seguidores,
atraídos por su fuego; y generalmente sin propaganda, y hasta, a
veces, en contra de su voluntad. Y así, el carismático se torna en
padre y maestro; y con frecuencia, y sin proponérselo, en modelo de
vida; y, de esta manera, el movimiento que se genera a su alrededor
lleva un cuño muy personal, parece improvisado y hasta versátil,
como que se resiste a ser aprisionado entre los moldes de una
definición. Por eso, a la hora de precisar en qué está la originalidad
de un carisma nos hallamos en duros aprietos y nos vemos forzados a
echar mano, para expresarlo, de vaguedades, diciendo, por ejemplo,
que es un estilo de vida.

El ímpetu del carisma tiende a debilitarse. Al desaparecer el hombre
carismático, su movimiento pierde el empuje inicial, y va derivando
progresivamente en formas cada vez más recargadas.

Los sucesores no se sienten seguros; porque el carismático, y sólo
él, era la seguridad. El grupo, para defenderse, consolidarse y para
sentirse idéntico a sí mismo, necesita definirse con precisión; se
intelectualiza el carisma, se trazan rasgos de personalidad, perfiles
específicos. El mensaje original es sofocado bajo el peso de
preceptos y prohibiciones; y aquella simplicidad inicial va
desdibujándose en un fárrago cada vez más complicado de
comentarios e interpretaciones. Y así, piedra a piedra, la institución va
inexorablemente hacia arriba, mientras el espíritu primitivo va
desvaneciéndose hasta reducirse a un recuerdo lejano.

Esta es, un poco o un bastante, la historia del franciscanismo. Y
símbolo de esto es esa basílica gigantesca de la Porciúncula, en Asís,
cobijando –¿aplastando?– (salvaguardando también, es verdad) la
humilde capillita de la Porciúncula, siete metros de largo y cuatro de
ancho, cuna del franciscanismo y epicentro de aquella aventura
evangélica.


Personalidad de contrastes

Lo que originó Francisco, más que una Orden, fue un movimiento.
Llamémosle provisoriamente «franciscanismo». Y en este movimiento
lo que gravitó sin contrapeso, más que un código de leyes o una
declaración de principios, fue la persona misma de Francisco.
Podríamos decir que las notas o rasgos que constituyen este
movimiento se acaban con la muerte de Francisco. Ningún otro
personaje, aparentemente influyente como Elías, Juan de Parma,
Aimon de Faversham o Buenaventura, ningún acontecimiento
histórico como la reforma de los Observantes (siglo XV), o de los
Capuchinos (siglo XVI), agregaron nada fundamentalmente nuevo al
Carisma franciscano. A veces pienso, pero no estoy seguro, que,
quizá, la única persona que aportó al movimiento franciscano algo
original fue Clara de Asís.

Un hombre concreto, Francisco, hijo de Pietro y de Pica, se puso en
camino bajo el impulso del espíritu; y vivió una experiencia espiritual
diferente. Esta experiencia fue cristalizando en un comportamiento
concreto, muy radical, y muy diferente a los esquemas
contemporáneos de vida religiosa.

Se le juntaron compañeros y siguieron viviendo juntos. A pesar de
que algunos de estos eran más aventajados que Francisco en letras
como Pedro Cattani, o en creatividad organizativa como Bernardo de
Quintavalle, el motor y alma siguió siendo Francisco; y el movimiento
fue fraguándose en el troquel de Francisco, a su estilo y medida.
Nunca nadie se hizo problema de liderazgo ni de autoridad;
simplemente, y con naturalidad, el movimiento era Francisco. Mientras
él vivió nadie puso en duda este hecho, inclusive cuando renunció al
cargo de Ministro General. Más aún: nunca fue tan apreciado y
amado como en sus últimos años, cuando era simplemente el
hermano Francisco.

El movimiento tuvo un crecimiento asombroso, casi inexplicable en
los normales parámetros sociológicos. A los pocos años eran varios
millares los hermanos. Todo sucedió en el lapso de veinte años. En
tan breve espacio de tiempo el movimiento nació, creció, se extendió,
entró en crisis, conoció intentos de reorganización. Francisco presidió
esta marcha más por el fulgor de su vida que por sus dotes de
conductor.

Francisco está, pues, en el origen y en el centro del movimiento. Si
todo carisma, por definición, es personal, hay que marcar con
particular énfasis este carácter personal en el caso del carisma
franciscano.

Interesa, pues, tomar conciencia de los rasgos de la personalidad
del Pobre de Asís, porque ellos influyeron –y siguen influyendo, para
bien o para mal– en el movimiento franciscano. A ningún observador
se le escapa que la Familia Franciscana sigue prolongando y
arrastrando algunos rasgos negativos de la personalidad de
Francisco: como una cierta desorganización, un cierto dejarse llevar
de la alegre improvisación, un cierto descuido de la eficacia, un cierto
personalismo... Interesa conocer al hombre Francisco.

No hay en este hombre superposición de la gracia sobre la
naturaleza o dicotomías disgregadas. Al contrario, diríamos que san
Francisco es una simple elevación o sublimación de Francisco de
Asís. Casi diría que no cambió nada. Simplemente sus energías
vitales cambiaron de rumbo, de objetivo.

Hubo solamente una gran revolución interior libertadora, una
impetuosa salida de sí mismo deslumbrado por el resplandor del
Altísimo, una gran marcha pascual en que saltaron los quicios,
estallaron los centros de gravedad y se desataron las energías.
Francisco fue eso sólo: un adorador. Como efecto de esto, las
grandes energías que tenía de nacimiento quedaron liberadas y
disponibles; y las fue proyectando sobre todos los olvidados de
aquella sociedad, y todavía le quedaron simpatías para entregárselas
a las piedras y al lobo, a las estrellas y a la muerte. No cambió nada.
El camarada que animaba a la juventud de Asís como indiscutible rey
de fiestas, no se hizo anacoreta, ni siquiera monje, sino que, con toda
naturalidad y espontaneidad, dio origen a grupos de amigos y
hermanos, pequeñas fraternidades en ambiente familiar. El que fue
desprendido y espléndido en los días de su juventud, más tarde no
tuvo dificultad en desapropiarse resueltamente de toda propiedad en
el nombre del Evangelio. No sofocó nada. El que cantaba a las
muchachas bajo las ventanas de Asís, siguió cantando al dolor, al
viento y al fuego. 


* * * * *

El hombre de Asís es parcialmente conocido en el gran público,
mejor dicho, es unilateralmente conocido. Le rodea una leyenda
dorada del «mínimo y dulce», el santo encantador, poeta y profeta, el
hombre de la aventura y de la locura. Son estas, y otras, las
cualidades que lo hacen popular y moderno.

Pero eso es un lado. Hay también otros panoramas. Estamos ante
una personalidad compleja, no sólo por los rasgos constitutivos sino
por sus actitudes originales y completamente imprevisibles. Se
aunaron en él, con toda naturalidad, elementos contrastados que
normalmente no coinciden en una misma personalidad porque
parecen excluirse: fue penitente con maceraciones que hoy nos
espantan, y al mismo tiempo, disfrutó como pocos de los encantos de
la creación. Echaba ceniza a la comida, para privarse del sabor; y en
su agonía pidió unas golosinas de almendra que había traído la Dama
Setesolios. Fue anacoreta en las montañas y peregrino en los valles.
Nacido en la opulenta burguesía, vivió en las chozas y durmió en los
pajares. Respetuoso hasta el escrúpulo de los derechos ajenos, no
tuvo escrúpulos en hurtar uvas, fruta, nabos y lo que encontrara para
los frailes hambrientos, y esto en varias oportunidades.

Habiendo llegado a la choza una mujer pobre mendigando algo, v
no teniendo nada para darle, le dio lo único que tenía: el libro de
rezos, sin importarle mucho el quedarse sin rezos. A unos bandoleros
los conquistó para el Señor con pan, queso y cariño. Recibió a la
muerte cantando, improvisando en su honor una «liturgia»
caballeresca, como si se tratara de la dama de los ensueños. Para
que los hermanos enfermos no tuviesen escrúpulo en comer carne en
días de abstinencia, él mismo daba ejemplo comiendo con apetito,
para así, disipar los escrúpulos de los hermanos.

Fue reverente con la jerarquía eclesiástica, pero se mantuvo
reticente en seguir sus orientaciones pastorales. Sostuvo en este
campo un misterioso juego de sumisión y resistencia: a pesar de
ofrecer «obediencia y reverencia a la Santa Romana Iglesia», no
compartió las grandes inquietudes de la Iglesia de su tiempo respecto
a los albigenses y sarracenos. No consta que saliera de su boca una
palabra en contra de los albigenses, ni se alistó en ninguna campaña
en su contra, como era el deseo y la vehemente insistencia de
Inocencio III y del Cuarto Concilio de Letrán. No cuestionó ni protestó
contra esas consignas. Simplemente hizo caso omiso de ellas, sin
duda pensando que la posición evangélica era otra.

La «pastoral» que diseña y presenta en la Regla Primera (1 R 16)
sobre el modo de evangelizar a los sarracenos es diametralmente
opuesta a las orientaciones sobre esta materia de la Iglesia de aquella
época. Estuvo con los cruzados en el sitio de Damieta, es cierto, pero
con unas intenciones muy diferentes y contrarias a las de los
Cruzados, del Papa y de su Legado en aquella Cruzada, el Cardenal
Pelagio. Y la prueba es que, una noche, se deslizó Francisco desde el
campamento de los cristianos al campamento de los sarracenos (con
peligro inminente de su vida), presentándose ante el sultán
Malek-El-Kamel, expresándose en francés (provenzal), y hablándole
del Evangelio del Amor y de la Paz. Y este episodio está consignado
en fuentes extrafranciscanas.

Este mismo juego de resistencia y sumisión mantuvo con el
Cardenal Protector, Hugolino, Cardenal de Ostia, a pesar de que, con
gran reverencia, lo llamaba «mi Señor Apostólico», en aquellos
turbulentos años de la «gran prueba» y gran combate por la defensa
del ideal evangélico, años 1219-1223.

Hay, pues, en su personalidad y comportamiento grandes
contrastes: independencia y dependencia; admirable espíritu de
libertad por un lado, y sumisión al espíritu del Señor por el otro, y una
obediencia radical y literal a la letra del Evangelio.


* * * * *

Los rasgos paternos y maternos confluyeron en Francisco a través
de los cauces genéticos y armaron una personalidad vertebrada,
original, rica y sobre todo hecha de contrastes. De su madre, la
Madonna Pica, mujer sensible oriunda de la Provenza, tierra de
rapsodas y trovadores, sacó Francisco la ternura y la emotividad, la
compasión, fantasía y creatividad, la espontaneidad y la intuición, en
fin, todos los sentimientos de delicadeza. De su padre, Pietro
Bernardone, personalidad ambiciosa y notable mercader, heredó
Francisco el espíritu caballeresco, la sed de gloria y ardor guerrero en
su juventud, su temple de líder, su audacia y espíritu de aventura, así
como su tenacidad cuando algo importante emprendía. 


* * * * *

Contra lo que se cree popularmente, Francisco posee una
personalidad resuelta, fuerte e independiente. Desde los días de su
juventud procede en todo momento seguro de sí mismo: «Quería ser
el primero en la ostentación», dice su biógrafo contemporáneo,
Celano; y agrega que toda la juventud de Asís «lo admiraba e
imitaba» (1 Cel 2).

En su conversión no consulta con nadie: «Ponía gran interés en
que nadie supiera lo que llevaba dentro y no consultaba más que a
Dios acerca de su propósito» (1 Cel 16). Cuando su padre Pietro
Bernardone lo demandó ante un tribunal eclesiástico, para que
restituyera los bienes pertenecientes al viejo mercader, Francisco
reaccionó de manera inmediata y dramática: «Llevado a la presencia
del Obispo, no tolera demora ni vacilación. Más aún, no aguarda
palabras ni pronuncia alguna, sino que, en el acto, se desnuda
totalmente y lanza sus vestidos a su padre restituyéndoselos» (1 Cel
115). Y una vez que se le juntan hermanos, «nadie me enseñaba lo
que yo debía hacer; sino que el mismo Altísimo me reveló que debía
vivir según la forma del santo Evangelio» (Test 14).

En cuanto ve claro lo que hay que hacer, jamás retrocede, nadie es
capaz de desviarlo y cualquiera oposición lo consolida en su
resolución. En los meses de su conversión, ni las furias de su padre,
ni las lágrimas de su madre, ni las burlas de su hermano fueron
capaces de desviarlo del camino emprendido. El día en que el viejo
mercader lo encerró en el calabozo, entre empujones, palabrotas y
azotes, dice el narrador contemporáneo que el «joven salió de todo
esto más decidido que nunca en sus propósitos» (1 Cel 73).

Desde que recibió la revelación personal de que el Evangelio, sólo
y todo, tenía que ser la inspiración y legislación de la nueva forma de
vida, ninguna autoridad eclesiástica consiguió doblegar su voluntad,
ni hacerlo desistir de su idea. El Obispo quiso convencerlo de que
aceptara unos pequeños terrenos, para que los hermanos pudieran
trabajar en ellos y así ganarse la vida honradamente. Francisco le
respondió: si tuviéramos propiedades, necesitaríamos armas para
defenderlas; queriendo decir que toda propiedad es potencialmente
violencia.

Fuese Francisco, con sus compañeros, a Roma para recabar de la
Santa Sede la aprobación de la Regla. Los encuentros preliminares
fueron con el Cardenal más influyente del Palacio Leteranense, Juan
de San Pablo. Este prelado quería convencer a Francisco de que no
se embarcara en una nueva fundación, sino que, más bien, se
adaptara a las estructuras experimentadas de Órdenes antiguas. Y
dice el narrador que Francisco «rechazaba con toda humildad» estas
sugerencias (1 Cel 33).

Con Inocencio III, personalidad de gran empuje y alto corazón,
necesitó Francisco tres audiencias, según recientes estudios
históricos; y, en su presencia y ante el pleno del Colegio Cardenalicio,
Francisco necesitó desplegar toda su apasionada inspiración,
recurriendo, inclusive, a alegorías y parábolas, para conseguir, al fin,
una aprobación tan sólo verbal.

Más tarde, en los años de la gran prueba, resistió una y otra vez al
Cardenal Protector, Hugolino, en una serie de problemas candentes:
en lo referente a los estudios; sobre si podían tener, o no,
propiedades, conventos o bibliotecas; si los hermanos debían llevar, o
no, cartas apostólicas que los acreditaran como católicos; si los
hermanos debían aceptar, o no, prelacías y sedes episcopales: «Pido,
pues, Padre, que no les permitáis de ningún modo ascender a
prelacías para que no los domine la vanidad» (2 Cel 148).

Estos rasgos firmes de personalidad y esta seguridad de sí mismo
lo llevarán, en momentos, a ciertas vehemencias temperamentales y
actitudes autoritarias, contrarrestadas, eso sí, por su enorme
capacidad de humanismo y empatía. En el clímax más alto de la gran
prueba invocó la maldición del cielo contra el Provincial de Lombardía,
Juan de Staccia, por construir, en la ausencia de Francisco, un
Studium en Bolonia; y obligó a los hermanos allí residentes a
abandonar en el acto el sólido recinto. Es de saber que nunca quiso
poseer casas ni conventos para los hermanos, sino sólo chozas; y en
esto se mantuvo firme hasta el final, originando, naturalmente, un
formidable problema de organización para sus sucesores.

En uno de los momentos más desolados, estando gravemente
enfermo en la cama, y habiendo sido informado de las audacias e
innovaciones de los intelectuales, llegó a perder completamente el
control e, incorporándose, dijo: «¿Quiénes son estos que quieren
arrancar la Orden de mis manos? Cuando vaya al Capítulo van a ver
quién soy yo» (2 Cel 188).

Hay que precisar, sin embargo, que muchas de estas actitudes de
fuerza las tuvo Francisco en la época de aquella profunda crisis, en
que se trabó (¡él que no había nacido para luchar!) en un sombrío y
áspero combate por la defensa del ideal primitivo, crisis que los
cronistas contemporáneos llamaron agonía. Los excesos se debieron,
pues, en una buena parte, a su afán de fidelidad al ideal que el Señor
le había revelado; y, en parte también, al hecho de ser
temperamentalmente sensible y, por ende, impulsivo. Es aquel
misterioso y eterno juego en que no se sabe dónde acaba la gracia y
dónde comienza la naturaleza.


* * * * *

En su rica personalidad, y en contraste con lo dicho hasta aquí,
Francisco posee también, y sobre todo, una sensibilidad poco común,
algo así como una corriente de simpatía para con todas las cosas,
que le hacía distinguir perfecta y simultáneamente (como si dispusiera
de un radar mágico de mil oídos y mil ojos) el movimiento de cada
insecto, el frescor o tibieza del aire, las formas y colores de los
líquenes, hongos, musgo, insectos, batracios; sentía, sobre todo,
ternura o piedad por las criaturas pequeñas e indefensas.

Y todo esto, a su vez, derivó en aquella sensibilidad artística y,
sobre todo, en aquella inmensa empatía o capacidad de entrar en el
mundo del otro, y participar y compartir el drama, el sufrimiento y las
esperanzas de los demás. Todo esto, sin embargo, no fue tan sólo
rasgo de personalidad, sino un amplio juego de la gracia y de la
naturaleza de una admirable combinación armónica.

Metido ya en el proceso de su conversión, comenzó a «sentir la más
tierna compasión hacia los pobres» (2 Cel 5); más aún, quiso
experimentar la condición de pobre trocando su indumentaria de
burgués por la de un mendigo; sentándose, escudilla en mano, en las
escalinatas de la basílica constantiniana de San Pedro del Vaticano
para pedir limosna (2 Cel 8).

La empatía deriva siempre en comprensión que, al fin, no es otra
cosa que mirar al hermano desde él mismo. En la cabaña de
Rivotorto, y a media noche, un hermano comenzó a gemir,
desfallecido de hambre. Francisco hizo levantar a todos, para que
acompañaran al hermano hambriento a consumir las pocas aceitunas
y nueces que quedaban en la cabaña, y todo en un ambiente de
fiesta. Después, siempre a media noche, le hizo reflexionar en el
sentido de que las medidas de cada cual son diferentes y que cada
uno debe llevar en cuenta sus propias limitaciones.

El narrador nos dirá que «su finura y nobleza de sentimientos lo
hacían sumamente deferente, dando a cada uno el trato que le
correspondía» (1 Cel 57). Y, en otra parte, dice que «demostraba
cabal mansedumbre en el trato con todos, aviniéndose
provechosamente con los temperamentos más diversos» (1 Cel 83).

Este bagaje de ternura lo volcaba preferentemente sobre los
débiles, inseguros y acomplejados. El hermano Riccerio era de esa
clase de personas que fácilmente tejen suposiciones, y gratuitamente;
sufren, diríamos, de manía persecutoria. Se le metió, pues, en la
cabeza que Francisco no lo quería; y por esto vivía sombrío y triste.
Enterado del caso, Francisco le escribió una auténtica carta de amor:
«... Hijo mío; por favor, quita de tu mente esos pensamientos. Has de
saber que te quiero muchísimo. Más aún, te quiero más que a los
demás. Ven a visitarme y te convencerás que es verdad lo que te
digo...».

Por aquellos días, fray León, secretario y compañero inseparable,
se dejó llevar de la aprensión de que Francisco le había retirado su
afecto. Francisco, sensible como era, percibió lo que sucedía, y le
escribió, con su mano llagada, una preciosa bendición que aún en
nuestros días se usa entre nosotros.

Para tratar a los hermanos difíciles, ya cuando la fraternidad era
muy numerosa, Francisco propuso a los ministros un amplísimo arco
de insistencias basadas en la paciencia y en la mansedumbre. Pero al
final llegó a la conclusión de que en la base de toda rebeldía subyace
un problema afectivo. Los difíciles son difíciles porque se sienten
rechazados. Por otra parte, sabía qué difícil es amar a los no
amables; y que no se les ama precisamente porque no son amables; y
cuanto menos se les ama, menos amables son, y que si hay algo que
pueda sanar al rebelde, es precisamente el amor.

En sus últimos años lanzó la gran ofensiva del amor. A un ministro
provincial, que se quejaba de la rebeldía de algunos hermanos, le
escribió esta carta de oro, verdadera carta magna de la misericordia:
«... Ama a los que te hacen esto. Ámalos precisamente en esto... y en
esto quiero conocer si amas al Señor y a mí, siervo suyo y tuyo, si
procedes así: que no haya en el mundo hermano que, por mucho que
hubiere pecado, se aleje jamás de ti, después de haber contemplado
tus ojos, sin haber obtenido tu misericordia, si es que la busca. Y, si
no la busca, pregúntale tú si la quiere. Y si mil veces volviere a pecar
ante tus propios ojos, ámale más que a mí, para atraerlo al Señor».


* * * * *

En términos psicológicos diríamos que Francisco poseía un carácter
primario. Llama la atención la instantaneidad con que pone en
práctica, no sin cierta precipitación y a menudo sin reflexionar mucho,
cualquiera sugerencia que él estime proveniente de lo alto. Teme las
coartadas de la razón y las prudencias de la carne. No se siente bien
con las lucubraciones intelectuales que fácilmente tienden a minimizar
o desvirtuar las exigencias de la Palabra.

En los últimos años, cansado de tantas interpretaciones, epiqueyas
y atenuantes, que los intelectuales provenientes de Oxford, París y
Bolonia hacían sobre el Evangelio y la Regla, el Pobre clamaba: «A la
letra, a la letra, hermanos; sin glosa, sin glosa». «Así como me dio el
Señor decir y escribir pura y simplemente la Regla y estas palabras (el
Testamento), del mismo modo quiero que las entendáis simplemente y
sin glosa, y las guardéis con obras santas hasta el fin.» La
instantaneidad va, pues, acompañada de concretez.

Cubierto con el escudo blasonado, pertrechado de yelmo, espada y
lanza, mil sueños de gloria bailándole en el alma, rodeado de la
juventud más dorada de Asís, iba Francisco hacia los campos de
batalla de Appulia, para combatir a favor de los ejércitos del Papa. Al
pasar por Espoleto oyó en sueños estas palabras: «Vuelve a Asís y
allí se te dirá lo que tienes que hacer»; y al día siguiente regresó a
Asís, así le calificaran de cobarde y desertor sus compañeros, sin
importarle los comentarios de la ciudadanía o el ridículo en que
quedaban él y sus padres.

En los días de su conversión entró Francisco en la arruinada capilla
de San Damián. Después de orar largo y concentrado, fijos los ojos
en el Cristo bizantino, oyó claramente estas palabras: «Francisco,
repara mi iglesia.» Y, pensando que se trataba de restaurar los muros
ruinosos, volvió a su casa; sin comer, cargó en su caballo los paños
más vistosos y se fue a Foligno a venderlos, para, con su importe,
poder comprar el material de construcción. Al día siguiente ya estaba
convertido en un flamante albañil. No perdía el tiempo en interpretar
las palabras de Cristo, sino que ponía todo su afán en traducirlas
inmediatamente en práctica.

Fue probablemente el día más decisivo de su vida: el día en que
sintió que sólo y todo el Evangelio había de ser la norma y la fuerza
de su movimiento. Al escuchar el día de San Matías, en la capilla de la
Porciúncula, el Evangelio de la Misión apostólica, Francisco, golpeado
súbitamente y arrebatado por la novedad del texto, exclamó: «Esto es
lo que buscaba. Esto es lo que quería. Esto es lo que ansío realizar
con toda mi alma» (1 Cel 22). ¿Qué manda mi Señor Jesucristo?, se
preguntó; ¿que no se lleve calzado? Se sacó los zapatos y los arrojó
sobre un matorral. ¿Qué más manda el Señor?, ¿que no se lleve
bastón?; y agarró el bordón de peregrino y lo tiró lejos. Se desprendió
también de la túnica de ermitaño y la lanzó debajo de un arbusto.
Tomó un rudo saco, lo cortó, lo confeccionó en forma de cruz con
capuchón, se ciñó con una simple cuerda; y, santiguándose, salió al
mundo, dirigiéndose a Asís, distante cinco kilómetros; en el camino
comenzó a saludar como manda el Señor: «El Señor os dé la Paz»;
subió las empinadas calles de la ciudad y comenzó a predicar junto a
las columnas del pórtico del templo de Minerva. En este día, así tan
simplemente, quedó sellada su vocación evangélica y la de sus
seguidores.

Muy pronto se le juntaron los dos primeros compañeros: Bernardo y
Pedro. Francisco no sabía qué hacer con ellos, pues no tenía plan
alguno ni programa de vida. Les dijo: Mañana iremos a la iglesia de
San Nicolás, y el Señor nos mostrará qué debemos hacer. A la
mañana siguiente, llegados a la iglesia, permanecieron largo tiempo
en oración. Luego Francisco se aproximó al altar con reverencia; y, no
sin cierta solemnidad, abrió tres veces el misal, sometiendo la
importante cuestión, con sorprendente ingenuidad y con la simplicidad
de la fe que traslada montañas, al juicio de Dios, que el mundo llama
azar. La respuesta del Señor fue clara: quien quiera seguirlo, debe
vender todo; para el camino no debe llevar nada; ha de negarse a sí
mismo, tomar la cruz y seguirlo. Francisco, mirando a los aspirantes
dijo: «Hermanos, ésta es nuestra vida y regla, y la de cuantos
quisieren convivir en nuestra compañía; id, pues, y cumplid cuanto
habéis oído» (TC 28 y 29). Salieron de la iglesia, llegaron al bien
abastecido almacén de Bernardo, y repartieron toda la mercancía
entre los necesitados.

Y así, en la medida en que iban presentándose los problemas, fue
solucionándolos bajo la orientación de la Palabra, entendida
literalmente y radicalmente ejecutada. Esa fue su posición ante el
Evangelio: una literalidad ingenua o una ingenuidad radical, texto y
contexto, el espíritu y la letra, todo junto, vivido por una personalidad
marcada por la concretez y la instantaneidad.

Y, es fácil imaginar: esta postura ingenua y radical frente a la
palabra de Jesús, en la época en que Francisco era él solo y
enseguida un grupito de incondicionales, dio por resultado una de las
aventuras evangélicas más hermosas en la historia de la Iglesia. Pero,
como puede imaginarse, también cuando muy pronto los hermanos
fueron millares, esta simplicidad evangélica desencadenó un
formidable problema de organización. No es de extrañar que, más
tarde, los intelectuales y prudentes llegados de París y Oxford, se
trabaran en aquel conflicto doloroso con el Pobre de Asís, aunque lo
amaran y veneraran sobremanera. Este es otro aspecto digno de
destacarse: Francisco tuvo adversarios, pero nunca enemigos. Los
que se le opusieron y tanto le hicieron sufrir, lo amaron
entrañablemente al mismo tiempo.

Dentro de su rasgo general de concretez, el hombre de Asís tenía
también la tendencia instintiva de «plastificar» las verdades,
dramatizándolas no pocas veces como en una obra teatral, echando
mano frecuentemente de la alegoría y la parábola. Era, diríamos, un
artista nato; como dicen: «El más santo de los italianos y el más
italiano de los santos». Durante un sermón ante Honorio III y toda la
Curia Romana, el entusiasmo desbordó a Francisco y comenzó a
bailar (2 Cel 72). A veces «representaba en la predicación
entremezclando sus palabras con mímica y gestos enardecidos» (2
Cel 207). Recuérdese también el primer Nacimiento representado en
Greccio unos años antes de morir.


II. NOVEDADES Y MOMENTOS ALTOS

Nunca fue el Hermano aquel tipo de intelectual que antes de
ejecutar un plan, lo elabora mentalmente: las abstracciones las
reduce a fórmulas prácticas, y éstas, a su vez, a prescripciones y
determinaciones, acabando por concretar todo en una legislación. Al
contrario, fue el tipo existencial que no se preocupa de pensar sino de
vivir. Solamente eso: vivir simplemente y plenamente, teniendo como
única inspiración y guía el Evangelio.

La legislación que más tarde dio Francisco a los hermanos no fue
otra cosa sino una codificación de lo que se había vivido hasta
entonces. Los Capítulos tuvieron inicialmente esa finalidad: los
hermanos, llegados de todas partes del mundo, se congregaban, en
Pentecostés, en la Porciúncula. Se encontraban, fraternizaban,
revisaban las normas que se habían dado en el Capítulo anterior,
analizaban cómo les había ido durante el año; por los resultados
juzgaban de su practicidad; según los resultados también, los incluían
en el proyecto de vida o los excluían; el Capítulo daba nuevas normas
para experimentarlas durante el año entrante. Y así nació la «forma
de vida» franciscana. La Regla nació de la vida.

Ahora bien, la vida se resiste a ser aprisionada entre los moldes de
una definición. Es muy difícil, por no decir imposible, esquematizar un
carisma, cuando el carisma, como en este caso, es eminentemente
una persona y una vida. Trataremos, no obstante, de decir algo,
resaltando algunos elementos que, por llamar de alguna manera,
llamaremos novedades.

La primera y radical novedad fue la «revelación» que recibió
Francisco, en el sentido de que él y su grupo debían vivir «según la
forma del santo Evangelio». La historia fue la siguiente.

Después del tira y afloja entre las insistencias de Dios y las
resistencias del joven Francisco; después que éste pasó
columpiándose entre los reclamos de Dios y los reclamos del mundo,
la visitación divina de la Noche de Espoleto dejó a Francisco
definitivamente golpeado y herido. Busca la soledad para estar con
Dios; convive con los leprosos y mendigos; restaura las capillas
arruinados; vive situaciones ásperas con su padre hasta entregarle
incluso sus vestidos, quedándose desnudo, y experimentando así el
misterio de la pobreza, de la libertad y de la alegría; vive altas y
profundas experiencias divinas en las soledades de los bosques.

Habían pasado dos años. Había sido hasta ahora un caminar de
sorpresa en sorpresa, provisoriamente, por las vías de la fidelidad.
Llama la atención la soledad completa en que había hecho este
recorrido, un hombre, por otra parte, tan comunicativo. No consultó a
nadie. No recorrió caminos trillados. No se hizo monje ni sacerdote ni
cenobita. Dios lo lanzó a la oscuridad completa, a la incertidumbre
completa para abrir rutas desconocidas. Pero, ¿qué rutas? Esperaba
algo, pero no vislumbraba nada. De pronto la revelación, por muy
esperada que fuese, surgió inesperadamente.

En la capillita restaurada de la Porciúncula, el 24 de febrero,
escuchó Francisco el Evangelio del día, el de la misión de los Doce:
«Id y predicad. No llevéis dinero ni provisiones ni zapatos ni bastón,
etc.» Francisco quedó impresionadísimo, como si nunca hubiera oído
esas palabras; como si el mismo Jesús las hubiera pronunciado
expresamente para él. Estaba estremecido, como cuando los profetas,
en los tiempos bíblicos, recibían una revelación. Después de la misa,
llevó al celebrante al fondo del bosque, le pidió una explicación sobre
las palabras oídas; el celebrante se la dio y, agitando los brazos y
como iluminado, dijo: «Esto es lo que buscaba; era esto lo que
ansiaba; y este programa pondré en práctica hasta el fin de mis días»
(1 Cel 22).

No tenía conocimientos precisos sobre lo que eran específicamente
las otras Órdenes, sino una vaga e instintiva impresión. Por lo que
había visto en los monasterios del Subasio y San Verecondo,
Francisco sabía intuitivamente que no era esa forma de vida a la que
el Señor le llamaba. Y al oír, en este día, el Evangelio, grita: esto sí,
esto es lo que yo buscaba.

Hasta su muerte, consideró Francisco este acontecimiento como
una revelación expresa del Señor para él y su grupo. Incluso unas
semanas antes de morir, hace referencia a este día: «Y una vez que
el Señor me dio hermanos, nadie me enseñaba lo que yo debía hacer,
sino que el mismo Altísimo me reveló que debía vivir según la forma
del santo Evangelio» (Test 14).

Desde este instante, en que inicia la inmediata puesta en práctica
de las palabras del Señor, quitándose los zapatos y la túnica; hasta
que, veinte años después, en su agonía acaba celebrando la Cena
del Señor, Francisco no fue otra cosa sino la fidelidad caballeresca a
la revelación de este día, mimetizando los gestos del Señor, «pisando
sus pisadas», cumpliendo literalmente sus palabras.

Cuando los hermanos fueron ya doce, y deseando ser aprobada
esta forma de vida por la Santa Sede, intentaron aproximarse «a los
pies de la Santa Romana Iglesia». Les informaron, sin embargo, que
no era posible tal aprobación, sino en base de una legislación
concreta, una especie de documento base. Francisco encomendó a
dos hermanos la tarea de extractar del Evangelio aquellos textos que
fueron sangre y vida desde el primer momento, y colocarlos en un
cierto orden, y envolverlos en unas normas de vida, pocas y
simplicísimas, armando una especie de estructura rudimentaria. El
narrador dice estas palabras: «La forma de vida y Regla primitiva,
aprobada por Inocencio III (1209), constaba principalmente de citas
del santo Evangelio, ya que la perfección evangélica era la única
anhelada por Francisco. Sólo insertó entre ellas unas pocas normas
absolutamente indispensables para la buena marcha de la
comunidad» (1 Cel 32).

Con esta Reglita («Regula»), de unos cuatro o cinco pequeños
capítulos, se presentaron ante Inocencio III. La intención de Francisco,
por encima y más allá del documento, era que el Evangelio mismo
fuera declarado como única inspiración y legislación de la nueva
forma de vida. En su fuero interno no era necesario que el Papa
aprobara esta Reglita, sino que la confirmara, porque se trataba de
cumplir toda la Palabra de Jesús. De parte de Francisco era una
especie de cortesía el presentarse ante la Santa Sede, para que el
representante refrendara la Palabra del Representado.

Así lo entendieron en la Curia Romana Lateranense. Los
cardenales y el Papa mismo objetaron esa forma de vida como utopía;
estaban de acuerdo en que un grupito de idealistas podría ponerlo en
práctica, pero nunca una fraternidad numerosa. El que rompió todas
las vacilaciones y reservas fue el cardenal Juan de San Pablo que,
tomando la palabra, dijo: si negamos la autorización a este hombre
diciendo que es imposible de practicar esta forma de vida, entonces
seamos consecuentes: también el Evangelio es utopía. Y les
concedieron la autorización verbal, ad experimentum.

Allá mismo comenzó a vivirse la hermosa gesta evangélica, que
duró unos quince años. El grupo fue creciendo aceleradamente.
Aquella Reglita no servía para poner orden en la masa
aceleradamente creciente y tan heterogénea. Se imponía una
legislación más estructurada y menos evangélica. Francisco resistió
varios años a esta sugerencia, afirmando que no hay más Regla que
el «Evangelio de nuestro Señor Jesucristo». Y ahí se originó y se
consumó la historia más apasionante y dramática por la defensa del
Evangelio, historia que hundió a Francisco en aquella «agonía» de
unos cuatro años.

Las circunstancias, los ministros y el Cardenal Protector
presionaron de tal modo al Pobre que, llegada la primavera de 1221,
subió el Hermano a las alturas bravías de Fonte Colombo, en el valle
de Rieti, y redactó la Regia llamada no-bulada (1 R). Los intelectuales
esperaban un documento estructural y realista. Se equivocaron. Esta
Regla era, y es, una apasionada invocación y provocación a
responder al Amor, documento en el que Francisco vuelca
completamente y sin inhibiciones los ideales alimentados v retenidos
desde la Noche de Espoleto, sin cuidar mucho las reglas gramaticales,
con 96 textos evangélicos, haciendo caso omiso de los avisos de los
intelectuales y sin tener para nada en cuenta las normas
redaccionales de una legislación. Desde luego, pocos hombres habrá
tan inútiles como Francisco (profeta y poeta) para redactar un texto
legislativo.

La Regla no-bulada era un desafío para los que querían nuevos
rumbos. Los ministros e intelectuales, sin embargo, no perdieron la
cabeza, y procedieron con suma sagacidad, dando largas, sin aceptar
ser provocados por los idealistas. Consiguieron que no se aprobara la
Regla, y encargaron al Cardenal Protector de que, en adelante,
tratara personalmente con Francisco todo lo referente a la legislación.
El Cardenal, con una actuación paciente y dilatada, fue persuadiendo
al Pobre en el sentido de que un documento legislativo, para ser
aprobado por la Santa Sede, necesitaba concisión y precisión.

De nuevo, pues, subió el Pobre a las alturas de Fonte Colombo, y
redactó otra Regla que, por lo visto, tampoco fue del agrado de los
ministros e intelectuales, porque «se les extravió». Con infinita
paciencia y dolor, con una tristísima noche oscura en el alma, subió
de nuevo el Hermano a los roquedales de Fonte Colombo y, siguiendo
las orientaciones de Hugolino, escribió la Regla oficial de los
Hermanos Menores, que más tarde fue aprobada; una Regla breve y
concisa según las indicaciones recibidas, sin apelaciones ni
efusiones, con una drástica reducción de los textos evangélicos (de
96 textos de la otra Regla, sólo quedaron seis), doce breves
capítulos: más o menos el documento que querían los ministros. Pero
aun así nadie pudo impedir que, en el encabezamiento y en el final del
documento, estampara vigorosamente, como una protesta, aquellas
palabras: «La regla y vida de los hermanos menores es esta: guardar
el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo viviendo en
obediencia, sin nada propio y en castidad» (2 R 1 y 12).

Pocas veces, en la historia de la Iglesia, se ha dado una batalla tan
llena de grandeza, pasión y aspereza por la defensa del ideal
evangélico.


* * * * *

Para Francisco el Evangelio no es el «libro de los cuatro
evangelios». Es el mismo Jesucristo, quien alcanzó plenamente al
hombre de Asís, y éste se dejó seducir e invadir. Cuando Francisco
habla de la «observancia del Evangelio», sobreentiende «pisar las
pisadas» de Jesús, repetir en su vida la disposición interior, criterios
de vida, consejos y mandatos, hacer lo que Jesús hizo.

El Evangelio no es, pues, para el Hermano una abstracción
doctrinal o una intelectualización teórica, como sucede muchas veces
ahora que está de moda el Evangelio. Es comprometerse a fondo y
bajo todas las consecuencias prácticas con Cristo Jesús. Más aún, es
apostar por Cristo.

Pero de este Jesucristo se le grabaron a fuego ciertos rasgos. A
unos carismáticos los sedujo el Cristo Maestro y Doctor; a otros, un
Cristo contemplando en las montañas; a otros, un Cristo sanando
enfermedades y derramando bondad en los necesitados; a otros, un
Cristo real y transhistórico. Al Pobre de Asís le impactó vivamente el
Cristo pobre y humilde, con todo aquello que implicara
desapropiación, desnudez, Kenosis. Y, como hombre sensitivo y
concreto, lo estremecieron de manera particular los misterios que
gráficamente expresan ese despojo, como son Belén y Calvario.
Muchas cosas mandó hacer Jesús, pero a él le impactaron de manera
especial los consejos apostólicos que exigían privación y desnudez.

Y de esta perspectiva cristológica nace la novedad general del
carisma franciscano, una perspectiva (Cristo pobre y humilde) que
nadie había advertido hasta entonces, al menos con tanto
entusiasmo. De aquí también se originaron, con toda naturalidad, los
rasgos peculiares o novedades del franciscanismo: la opción
preferencial por los marginados de aquella sociedad: leprosos,
mendigos, asaltantes de caminos y pecadores; el modo de entender
la tensión autoridad-obediencia; eficacia o ineficacia apostólica; la
interdependencia entre la fraternidad y la pobreza; el trabajo y el
apostolado de la presencia. Y aunque nunca se preocupó de dar
testimonio de pobreza, como nosotros, su preocupación apasionada y
casi obsesiva fue siempre ser pobre como Jesús. Para la opinión
pública, la novedad más relevante del franciscanismo es la pobreza.

Ahora, ¿por qué le impactó precisamente este Cristo pobre?
Probablemente debido, en primer lugar, a su carácter sensitivo; en
segundo lugar, por respirar, en su entorno, una piedad popular
centrada en un Cristo humanado y doliente; y también, debido al
hecho de haber vivido una de sus primeras y más fuertes experiencias
espirituales con el Crucifijo de la ermita de San Damián.
Efectivamente, estando todavía en el siglo, la imagen de Cristo
crucificado penetró como centella en su alma, grabándosele a fuego y
para siempre en la substancia primitiva de su espíritu; el tiempo nunca
lograría cauterizar esa herida. Aquí comenzaba la peregrinación que
habría de culminar sobre las rocas del Alvernia. Y, según san
Buenaventura, esta escena puso el sello definitivo de la devoción
franciscana.

Tres años antes de partir a la Casa del Padre, y tres meses antes
de su estigmatización, la enfermedad tenía al Pobre de Asís
arrinconado contra las cuerdas en el rincón de la cabaña de la
Porciúncula. Ni siquiera podía moverse. Los hermanos le propusieron
y se ofrecieron para leerle algunos fragmentos evangélicos, cosa que
en otros tiempos tanto le emocionaba, para, de esta manera, mitigar
sus dolores. Y, ante la extrañeza de todos, respondió el Hermano:
«No, no hace falta. Conozco a Cristo Pobre y Crucificado y eso me
basta» (2 Cel 205).

He aquí la síntesis de un ideal: una persona, Cristo; y éste, pobre y
crucificado. Para Francisco no hay motivos para ser pobre, ni siquiera
las ventajas que deja la libertad, la disponibilidad o la transparencia
fraterna. El único motivo es éste: Cristo, siendo rico, se hizo pobre.
Siempre que Francisco quiere sintetizar ante los hermanos el ideal de
su vida, enarbola esta frase: «Seguir la vida y la pobreza del Altísimo
Señor Jesucristo».

Desde los días de Dante la opinión pública sabe que no ha habido
caballero andante que haya rendido a la dama de sus sueños tanta
devoción y culto, como Francisco a la Dama Pobreza. Desde el 24 de
abril de 1209, en que se desprende de la túnica y del calzado, hasta
el 3 de octubre de 1226, en que manda que lo despojen de toda ropa
y lo coloquen desnudo sobre la tierra desnuda para morir, Francisco
de Asís fue sencillamente eso: un caballero que guardó altísima
fidelidad a su Dama, «Nuestra Señora la Pobreza».

Un par de días antes de morir, Francisco envió a Clara y a las
Damas Pobres (así llamaba caballerosamente a las Clarisas) unas
palabras de despedida, a modo de testamento, que probablemente
fueron las últimas palabras que dictó: «Yo, el hermano Francisco,
pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza de nuestro altísimo
Señor Jesucristo y de su Santísima Madre, y perseverar en ella hasta
el fin; y os ruego, mis señoras, y os aconsejo que viváis siempre en
esta santísima vida y pobreza. Y estad alerta para que de ninguna
manera os apartéis jamás de ella por la enseñanza o consejo de
quien sea.»


* * * * *

Hoy día, a partir del proceso de renovación conciliar, dentro de la
familia franciscano se ha llegado a considerar la fraternidad como
novedad o elemento constitutivo de su carisma, en el mismo nivel que
la pobreza-humildad, que, entre nosotros, recibe el nombre de
minoridad. Sería, pues, la fraternidad la novedad constitutiva,
juntamente y en el mismo nivel que la minoridad. En una palabra,
Hermano Menor constituiría la identidad carismática franciscano.

Dudo que Francisco tuviera conciencia explícita de esto. Es posible
que se haya rescatado este valor por mirar la historia primitiva desde
nuestra óptica tan sensible a los valores fraternos. De todas formas,
las reiteraciones de Francisco, en sus escritos, son
incomparablemente más insistentes sobre la pobreza que sobre la
fraternidad; si bien, para un hombre existencial, más importancia tiene
la vida misma que los escritos; y está a la vista que la vida de la
primera generación se concretizó y se desplegó en forma de grupos
humanos; no eran conventos sino hogares.

Si analizamos el género de vida de la generación primitiva, caemos
enseguida en la cuenta de que el franciscanismo nació y creció en
fraternidad, porque nació en la pobreza. Los hermanos nacieron como
itinerantes: no tenían conventos ni monasterios; en el mejor de los
casos, tenían chozas. Necesariamente tenían que ser pequeños
grupos. En las chozas no tenían celdas independientes; todo era
común, compartido, sin privacidad, abierto; la cabaña hacía las veces
de dormitorio, refectorio, capilla. El modelo añorado de vivienda
franciscana fue el tugurio de Rivotorto, donde transcurrió, aunque
fugazmente, la época de oro del franciscanismo (1 Cel 42).

Naturalmente, en las chozas estaban los hermanos necesariamente
intercomunicados. Era normal que los hermanos vivieran, no en el
silencio y disciplina monacal, sino en una amplia y estrecha
interrelación; y que, inevitablemente, cada grupo se transformara en
una familia, como en un cálido hogar en que no hay mío y tuyo, en
que todo es común: el alimento y la oración, los encantos y los
conflictos, las crisis y las alegrías. Por ser pobres, nacieron como
hermanos. Por lo demás, donde estaba Francisco, dada su
personalidad, nacía en su entorno el clima de espontaneidad, calor y
comunicación. Por eso, aún hoy, se atribuyen al franciscano ciertos
matices hogareños como sencillez, cordialidad...; son un eco lejano de
aquel clima familiar en que nació.

Este es, pues, el salto: de la pobreza a la fraternidad. Allí donde los
miembros de una comunidad se bastan para todo y no tienen
necesidades, es imposible generar un clima de hogar. El tener las
necesidades satisfechas, resguardada la privacidad con una celda
cómoda, asegurada la mesa y bien surtido el ropero, todo eso hace
que, inevitablemente, los hermanos se replieguen hacia un
individualismo solitario y autosuficiente.

En el caso del carisma franciscano, más que los principios
doctrinales fue la vida misma la que abrió los cauces fraternos. Donde
hay una necesidad, viene la ayuda del otro. La pobreza crea
necesidades; y para solucionarlas, se abren los hermanos, unos a
otros. Este género de vida se vivió en nombre del Evangelio en los
primeros tiempos; y más tarde, casi al final, se codificó.

Francisco, siguiendo las «órdenes» de Jesús, comienza por un
mandato drástico y lapidario: «Los hermanos no se apropien nada
para sí, ni casa ni terreno ni cosa alguna» (2 R 6, 1). Pocas veces en
tan pocas palabras se ha encerrado tanta revolución y tanta carga de
profundidad. La permanente inestabilidad de los ocho siglos de
historia franciscana, tantas reformas y cismas y luchas fratricidas se
deben a estas palabras.

La propiedad da al hombre la sensación de seguridad; es apoyo
psicológico y garantía de poder. Al no tener ninguna propiedad, el
hombre queda como flotando en la inseguridad, vestido de debilidad y
orfandad. ¿A quién acudir, dónde apoyarse para no sucumbir bajo el
peso de la desolación? Francisco imagina a los hermanos caminando
por el ancho mundo sin monasterios ni conventos ni hogar; y les dice
que «dondequiera que estén o se encuentren unos con otros,
manifiéstense mutuamente domésticos entre sí» (2 R 6,7).

He aquí la idea, y la palabra, genial: domésticos; esto es, la
fraternidad hará las veces de casa. Manifestándose abiertos unos a
otros, acogedores unos de otros y, de consiguiente, familiares entre
sí, esta apertura-acogida fraterna hará las veces de hogar y de patria,
supliendo ampliamente las ventajas de la consanguinidad. La
seguridad (y cobijo) que a otras personas les da una casa confortable
o un sólido monasterio, en el caso de los Hermanos Menores se la
dará el calor fraterno.

Está bien. La casa es una necesidad primaria. Pero hay otras
necesidades: comida, vestido, eventuales enfermedades. ¿Cómo
solucionarlas? El dinero abre todas las puertas. Pero Francisco les
ordena terminantemente: «Mando firmemente a todos los hermanos
que de ningún modo reciban dinero por sí mismos o por sus
intermediarios» (2 R 4,1). ¿Qué hacer, entonces? Otra vez Francisco
dará el admirable salto de la pobreza a la fraternidad: «Manifiéstense
confiadamente el uno al otro sus necesidades» (2 R 6,8). He aquí los
hermanos abiertos unos a otros: unos para dar y otros para recibir;
unos para exponer sus necesidades y otros para solucionarlas. Y así,
tan simplemente, provoca Francisco el éxodo pascual, la «salida»
hacia el otro.

Así, sin grandes teologías ni psicologías, Francisco lanza a los
hermanos a la gran aventura fraterna en el campo de la pobreza.
Desde el punto de vista evangélico, el capítulo VI de la Regla (2 R 6)
puede considerarse como una manera sumamente original de
organizar la vida, porque une en perfecto maridaje los dos grandes
valores evangélicos: la pobreza y la fraternidad.

Francisco les da consejos para «cuando van por el mundo» (2 R
3,10), lo que no es referencia a unas salidas esporádicas desde los
lugares en que viven, sino que se refiere a su condición habitual de
itinerantes. Supongamos, pues, que cuando van por el mundo en
grupos de tres, a uno de ellos se le lastima el pie. Los otros dos
vuelven por necesidad al herido para ayudarlo: el uno va en busca de
agua o de lienzo, el otro lo cuida y lo cura. Más tarde, supongamos,
una fiebre alta se apodera de otro hermano; detienen la
peregrinación; los otros dos se preocupan, le entregan el cuidado
como una madre, y su tiempo, día y noche, hasta que el enfermo
recupera la salud. En una palabra, todos están salidos de sí y vueltos
al otro.

Francisco imagina lo peor: que uno de los hermanos cae
gravemente enfermo mientras van por el mundo. ¿En qué hospital, en
qué enfermería internarlo? No tienen casa, ni hospital, ni enfermería,
ni dinero para internarlo. ¿Qué hacer? Francisco viene a decir: la
fraternidad será (hará las veces de) la enfermería: «Los otros
hermanos deben servirlo como quisieran ser servidos ellos mismos»
(2 R 6,9). Esto es: el cuidado fraterno «es» el hospital.

Por ser pobres, se necesitan. Al necesitarse, se ayudan y se aman;
y al amarse, son felices; y todo, al «ir por el mundo». Y así, estos
grupos se constituyen ante los ojos del mundo en señal indiscutible y
profética de la potencia libertadora de Dios, que obliga a las gentes a
concluir que Jesús está vivo. Y así, tan sencillamente, aparece un
nuevo y estupendo apostolado: el testimonio evangélico del amor
fraterno «para que el mundo crea».

Así, pues, la fraternidad es, tal como hoy se opina unánimemente
en la familia franciscano, una novedad constitutiva del franciscanismo;
no por las insistencias doctrinales de su fundador, sino porque los
primeros hermanos nacieron como familias itinerantes.


* * * * *

La pobreza introdujo otra novedad en el estilo de vida de los
Hermanos Menores: el trabajo comenzó a ser apostolado, apostolado
de presencia.

Todavía cuando eran cuatro o cinco los compañeros que se habían
agregado a Francisco, en el primer año, se sustentaban los hermanos
pidiendo limosna de puerta en puerta. Muy pronto la ciudad de Asís
comenzó a inquietarse y, más tarde, a irritarse en contra de los
hermanos, por tener que alimentarlos. Las quejas llegaron a oídos del
obispo Guido. Éste aconsejó a Francisco conseguir unos pequeños
terrenos para que los hermanos trabajaran allí honradamente y así
ganarse el sustento diario, y no hacerse gravosos a la ciudad.

El Pobre le resistió con el Evangelio en la mano. Guido no insistió.
Francisco y los hermanos reflexionaron sobre la manera de conjugar
la pobreza evangélica y el sustento de cada día. No había caminos,
había que abrirlos caminando. Llegaron a la conclusión de que el
trabajo tenía que ser el medio normal de sustento. Pero, ¿dónde
trabajar? Los hermanos no tenían ni tendrían terrenos propios. ¿Y
entonces? La conclusión se imponía por sí misma: trabajo a salario en
heredades ajenas. He aquí otra de las novedades introducidas por
Francisco, con tanta naturalidad, a nombre de la pobreza evangélica;
una verdadera revolución en las estructuras de la vida religiosa de
aquel entonces. Casi sin pretenderlo, casi sin darse cuenta, Francisco
conseguía dos altas finalidades: el sustento de cada día y la
presencia profético de los hermanos en medio del pueblo de Dios,
particularmente entre los trabajadores.

Y así se vivió en los primeros años. Encontramos a los hermanos
empleados en la más variada diversidad de actividades según las
épocas y los lugares: traían agua potable desde las vertientes hasta
las aldeas; en los bosques cortaban troncos para madera o para leña;
se dedicaban a enterrar muertos, sobre todo en tiempos de epidemia;
remendaban zapatos, tejían cestas, pulían muebles; según las
épocas, ayudaban a los campesinos en la recolección de cereales,
fruta, aceituna, nueces, uvas, recibiendo como salario especies del
mismo género que ayudaban a recolectar; más tarde, en otras
latitudes, los encontramos entre los pescadores y marineros,
manejando pesados remos o redes de pesca; los encontramos,
inclusive, en las cocinas de los señores feudales (2 Cel 161 y 178; 1
Cel 25; TC 41 y 68; 1 Cel 18 y 21; TC 22 y 24).

Al entrar en la Fraternidad no se aislaban de su ambiente original;
al contrario, consideraban su antigua profesión como el campo normal
donde debían ejercer su apostolado. «Los hermanos, dondequiera
que se encuentren sirviendo o trabajando en casa de otros, no sean
mayordomos o capataces, ni estén al frente de las casas en que
sirven... sino sean menores y estén sujetos a todos los que se hallan
en la misma casa» (1 R 7,1-2).

Al salir al mundo para predicar, no descuidaban el trabajo manual.
Era normal que los hermanos ayudaran en la labranza de los
campesinos durante el día y, al atardecer, anunciaran la Palabra en la
plazoleta de la aldea a los mismos compañeros de trabajo y a todo el
pueblo. Iban de dos en dos por aldeas y ciudades, descalzos, sin
cabalgadura, sin dinero, sin provisiones, sin protección ni morada fija.
Al anochecer se retiraban a alguna ermita o leprosería para orar y
descansar. En algunas oportunidades pedían hospitalidad en los
monasterios. Casi todos eran jóvenes, pobres y felices; fuertes y
pacientes, austeros y dulces. No maldecían contra la nobleza ni contra
el clero. Se mezclaban preferentemente entre la multitud de enfermos,
pobres y marginados (1 Cel 22, 88, 89; 2 Cel 155 y 78).


III. LA ORDEN FRANCISCANA, HOY

Hoy la Orden Franciscana en poco o nada se diferencia de las otras
órdenes. Más aún, unos 25 años después de la muerte de san
Francisco, la Orden Franciscana no se parecía en nada al ideal
soñado por Francisco y vivido en la primera década; y los Hermanos
Menores poco se diferenciaban de los dominicos o agustinos, salvo
en el hábito. Se dio, pues, rapidísimamente un desmoronamiento
vertical de la fisonomía primitiva en nombre de la organización y de
una mayor eficacia en el servicio eclesial, clericalizándose la Orden,
organizando los estudios al estilo de los dominicos, construyendo
grandes edificios, y así los antiguos itinerantes acabaron por
instalarse definitivamente.

Con una bula y otra bula conseguidas de la Santa Sede (cuando
Francisco había «prohibido terminantemente», nada menos que en el
Testamento, pedir tales bulas o privilegios), las grandes exigencias
evangélicas fueron evaporándose como por encanto en medio de una
áspera lucha entre los idealistas y los realistas (realismo), con
predominio, por supuesto, de estos últimos. Con las bulas en sus
manos y en lucha cerrada contra el clero secular (al principio unidos
con los dominicos y más tarde en colisión con ellos), consiguieron los
Hermanos Menores instalarse en el centro de las ciudades, organizar
el culto, rivalizando con los párrocos.

San Buenaventura, con su prestigio y autoridad, confirmó y
consolidó este status, y así... hasta hoy. Pero no se crea que la familia
franciscana ha vegetado tranquilamente en esta instalación burguesa.
Los idealistas y realistas han seguido luchando sañudamente en el
seno de la familia hasta nuestros días, dando origen a cismas,
llamadas reformas y escisiones de todo color. Francisco ha sido
espina clavada en el corazón de la Orden: desafía, incomoda y nunca
la deja en paz.

Los idealistas dijeron y dicen que somos traidores a los ideales de
san Francisco; que el Pobre de Dios está allá arriba y nosotros aquí
abajo. Rompamos con la instalación y regresemos a las montañas;
desnudémonos de las seguridades y vivamos desapropiados entre los
marginados, simplemente amándonos y amando. Los realistas
respondieron y responderán que estamos bien así; que ya estamos
sirviendo a la Iglesia con nuestras parroquias; que desde nuestros
conventos ya impartimos la Palabra y la Salvación; que somos útiles a
la Iglesia con nuestras instituciones; que es necesario tener en
consideración las necesidades de la Iglesia; que, en fin, tenemos que
ser realistas.

Lo que aparece evidente es que los tiempos en que vivió Francisco,
y aun los posteriores, no estaban maduros para asumir y desplegar
en gran escala los ideales del Pobre de Asís. Los tiempos que
nosotros vivimos, en cambio, sí lo están.


LARRAÑAGA-IGNACIO

........................
Francisco de Asís, en Manresa 54 (1982) 217-238.

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