18 noviembre 2012

Evangelio de Marcos 13, 24-32

Domingo XXXIII Tiempo Ordinario

18 noviembre 2012

   Evangelio de Marcos 13, 24-32

 
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

         En aquellos días, después de una gran tribulación, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los ejércitos celestes temblarán.

         Entonces verán venir al Hijo del Hombre sobre las nubes con gran poder y majestad; enviará a los ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, del extremo de la tierra al extremo del cielo.

         Aprended lo que os enseña la higuera: Cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, sabéis que la primavera está cerca; pues cuando veáis vosotros suceder esto, sabed que él está cerca, a la puerta. Os aseguro que no pasará esta generación antes que todo se cumpla. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. El día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sólo el Padre.

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APOCALIPSIS: EL FONDO DE LO REAL ES FIABLE

         El capítulo 13 del evangelio de Marcos contiene un breve apocalipsis, un relato escrito en un género literario (apocalíptico), que prácticamente desapareció a partir del siglo II de nuestra era.

         Debido a las imágenes que dicho género utiliza, habitualmente se le ha atribuido al término “apocalipsis” un significado de “catástrofe” o “destrucción”. La realidad, sin embargo, es diferente.

         Etimológicamente, apo-kalypsis significa “destapar lo escondido” y, por extensión, “descorrer el velo”, es decir, re-velación. (A la misma raíz pertenece la palabra “eucalipto”, cuyo significado etimológico es: “bien (eu) escondido”, haciendo referencia seguramente al hecho de que tiene perfectamente escondidas sus minúsculas semillas).

         Siempre dentro de la sabiduría de las etimologías, es fácil apreciar que el término “apocalipsis” se halla emparentado con el de “aletheia” (= “sin velo”), que puede traducirse por “verdad”, entendida como aquello que es y que percibimos en la medida en que logramos retirar el “velo” que nos impide reconocerla. En este sentido, Verdad es equivalente a Realidad.

         Así pues, etimológicamente, apocalipsis equivale a verdad. Y, en consecuencia, el escrito apocalíptico pretende “descorrer el velo” que nos impide reconocer las cosas como son, es decir, revelarnos lo que se halla por debajo de la superficie, en un nivel más profundo. En cierto sentido, es como si el autor nos dijera: “las cosas no son lo que parecen”. Esto queda patente, de un modo particular, en el Apocalipsis de Juan y en su intención de ofrecer una lectura profunda de la historia de persecuciones padecidas por las primeras comunidades.

         El texto del capítulo 13 de Marcos pertenece, pues, a este género apocalíptico. En él se nos revela, a través de signos habituales (movimientos celestes y terrestres, tribulaciones…), que este orden de cosas (el “mundo”) va a ser renovado en profundidad. Y que eso se producirá con la próxima llegada del Hijo del hombre.

         La imagen del “Hijo del hombre”, tomada del libro de Daniel, fue aplicada muy pronto a la persona de Jesús por los primeros discípulos, que esperaban un rápido retorno en gloria de su Maestro (“no pasará esta generación antes que todo se cumpla”). No sabemos si Jesús compartió o no la idea de un inminente final del mundo, pero entre sus discípulos se convirtió en una esperanza intensa, al menos durante las dos primeras generaciones.

         Pero, más allá de expectativas típicas de la efervescencia de los grupos religiosos en algún momento de su historia –aunque se aclara que “el día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sólo el Padre”-, lo que el texto parece rescatar es la contundente confianza a la que convoca la afirmación de Jesús: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”. 

         En ese sentido, el apocalipsis es ciertamente revelación: viene a decirnos que, más allá de lo que pueda ocurrir en la superficie de la historia, hay una Realidad estable que nos sostiene y que podemos experimentar como “roca firme” en la que hacer pie, de un modo directo y evidente.

         El texto lo identifica como “mis palabras”, refiriéndose a Jesús. Pero, indudablemente, se trata de algo infinitamente más “amplio”, que puede experimentar también quien no “conozca” las palabras de Jesús. Lo que ocurre es que el maestro de Nazaret ha puesto palabras a esa Realidad última que nos constituye, la ha vivido y la ha contagiado. Por eso, los discípulos, a la hora de referirse a Ella, la identifican con el mensaje de Jesús.

         Desde un estadio mítico de consciencia, esas afirmaciones han servido de pretexto para posturas excluyentes y enfrentadas. Desde una perspectiva no-dual, todo se hace integrado e inclusivo: se trata siempre de la misma y única Realidad primera, nombrada de mil maneras, y que los cristianos reconocemos que se expresó en Jesús de un modo admirable. Pero que, al mismo tiempo, se expresa en todo ser humano y en todo lo real: el Fondo último es uno y el mismo en todos.  
 
         Ese Fondo (Jesús lo llamó Abba: Padre, aunque se reconocía sin distancia ni separación con él: “el Padre y yo somos uno”) es lo que “no pasará”. Pero no se trata de algo “separado” a lo que debamos “recurrir” para sostener nuestra precaria condición, sino que constituye nuestra verdadera identidad, que percibimos cuando vamos soltando las identificaciones (con el cuerpo, la mente, las circunstancias…, el yo) que habíamos establecido.

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