12 enero 2011

Crónica de una resistencia: de Kilmes a Quilmes

La K o la Q sirven para designar al mismo pueblo indio, aunque en la realidad signifique mucho más que una letra de diferencia. Entre una y otra, hubo una guerra de un siglo, una derrota catastrófica y un destierro que los transplantó de las sierras tucumanas a las orillas barrosas del Río de la Plata. Hoy, Quilmes resuena a fútbol o cerveza, pero en el comienzo de su historia se anuda una tragedia.


Los manuales de Historia dicen que las Guerras Calchaquíes fueron tres. Que se extendieron desde la llegada del primer español a los valles salteños en 1562, hasta la caída del bastión tucumano de Kilmes en 1665.
Durante esos 103 años, buena parte de las primeras ciudades españolas fueron arrasadas y reconstruidas. Las actuales provincias de Catamarca, La Rioja, Salta y Tucumán eran por entonces una enorme frontera vacilante repleta de masacres y repartos de indios capturados para servir en las nuevas haciendas.
TAMBIÉN CONTRA LOS INCAS

En realidad, la lucha de la Confederación Calchaquí por su independencia no comenzó contra España. Primero llegaron los ejércitos de otro imperio -el Inca- y contra él también pelearon los kilmes durante sesenta años. Y cuando los europeos acabaron conquistando el Perú, la guerra se les vino encima otra vez, pero ahora contra caballos, cañones, arcabuces y armaduras.

Cada uno a su turno, conquistadores como Diego de Almagro, Pedro de Valdivia, Francisco de Aguirre, Juan Núñez de Prado y Jerónimo de Cabrera presionaron la frontera hacia el sur, estableciendo ciudades/fuerte entre los tolobones, amaichas, kilmes, pulares y acalianos.

Fue una guerra terrible, con un frente siempre indefinido. A cada fundación de una ciudad española se le respondía con un incendio y despoblamiento. En la Primera Guerra (1560-1563), tres de las cuatro fundaciones españolas -Londres en Catamarca, Córdoba de Calchaquí en Salta y Cañete en Tucumán- fueron arrasadas. Sólo Santiago del Estero logró sobrevivir a la furia del cacique Juan Calchaquí. Fue un desastre para España y provocó la decisión del Rey de dirigir la guerra en el Tucumán, ya no desde Chile, sino desde Perú.
Con la Segunda Guerra (1630/1537), la rebelión -conducida ahora por el cacique Chelemín- se esparció por toda la región. La Rioja fue sitiada y se destruyó la refundación de otras dos ciudades españolas. Pero las victorias parciales de los americanos convivieron con degollamientos masivos por parte de los españoles, en un toma y daca sin cuartel. Todas las encomiendas se sublevaron y hasta los jesuitas, impotentes por el alzamiento, debieron abandonar todos los valles en donde habían fundado sus misiones. En 1637, Chelemín cayó prisionero de los españoles y fue descuartizado en la refundada Londres de Catamarca. Pero la guerra quedó indefinida.

EL ÚLTIMO REDUCTO

La resistencia india se transfiguró en una suerte de guerra de guerrillas. Se peleaba en las montañas para evitar combates abiertos en los que los arcabuces y -en especial- los cañones españoles hacían la diferencia. Y así se continuó durante los siguientes veinte años, cuando la aparición de un personaje increíble lo cambió todo.

Pedro de Bohórquez era andaluz, aventurero y embaucador. Había guiado expediciones españolas en Perú, pero también había vivido entre los indios. Había prometido mucho y estafado a todos, hasta que terminó preso en Chile. (ver “Un cacique nacido en...”). Más tarde escapó hacia La Rioja y, en poco tiempo, se convirtió en el jefe de un ejército indio con el que lanzaría la Tercera Guerra Calchaquí contra su propio país. En su extraño periplo entre dos mundos enfrentados a muerte, el hombre -al cabo- terminó entregándose a sus compatriotas con la intención de ser perdonado. Fracasó. En medio de la guerra, el “Falso Inca” -así se lo conocía- fue llevado a Lima, y ahorcado.

Pero para la Confederación Diaguita fue el principio del fin. La guerra continuó, pero ahora dirigida por Iquín, el cacique de los kilmes. Durante otros seis años, kilmes y acalianos afrontaron solos la lucha por su libertad. Atacaban y escapaban. Pero, de a poco, se fueron replegando sobre su propios pasos, hasta su última ciudadela en lo que hoy se conoce como Amaicha del Valle

El nuevo gobernador español, Mercado y Villacorta, tomó personalmente la ofensiva final y sitió a los kilmes en su reducto durante todo un año. No pudo vencerlos por las armas. Sólo logró rendirlos por hambre.

Las crónicas afirman que muchas mujeres se suicidaron con sus hijos arrojándose al vacío para no ser capturadas. Y que casi todos los hombres bajaron exhaustos al valle para entregar sus armas. La rendición dispuso también que los nativos debieran abandonar el valle y aceptar el destierro en el lugar que se les señalara. Y ese sitio fue Quilmes -con Q-, un mundo distante, recostado sobre las orillas barrosas del Río de la Plata, a unas cinco leguas al sur de Buenos Aires. Otra paradoja cruel para un pueblo cuyo gentilicio significa “gente que vive entre cerros”. Mil doscientos hombres y mujeres kilmes caminaron durante casi un año, desde Tucumán hasta la nueva Reducción de la Exaltación de la Santa Cruz de los Indios Quilmes, en Buenos Aires. Algunos quedaron reducidos en Córdoba, otros en Santa Fe y unos doscientos prisioneros murieron en su enorme vía crucis a pie, camino hacia el sur. Los sobrevivientes llegaron a fines de 1666.

REDUCIDOS

Según las Leyes de Indias, las “Reducciones” favorecían la “civilización” de los indígenas y la implantación entre ellos de la fe cristiana. Por este motivo, apenas los kilmes llegaron a Quilmes, se levantó la primera capilla. Probablemente, se trató de una construcción pequeña, con paredes de barro y techo de paja, al igual que las viviendas de los pobladores. Pero sÍ se sabe con certeza que estuvo ubicada en el mismo lugar que ocupa la actual catedral de Quilmes.

Un dato sirve para comprender la situación de los kilmes en su nuevo mundo, a orillas del río-mar. El Libro de Oficiales Reales de 1668 -a dos años de fundada la Reducción- menciona que el corregidor a cargo de los kilmes “depositó lo recibido de 186 tributarios, a razón de 5 pesos y 4 reales por cada uno”. En otras palabras, a los pocos meses de su llegada a Buenos Aires, los kilmes ya pagaban tributo al rey español.
Otro dato de la vida en el destierro. En carta dirigida al Rey de 1686, el corregidor de la Reducción, Juan de Zeballos, menciona que había recuperado y conducido al poblado a más de 25 muchachas y muchachos a los que su antecesor había enviado como servidumbre doméstica a las casas de familiares y amigos suyos. En veinte años, la Reducción ya se había convertido en una fuente de mano de obra esclava.

Hacia 1738, el Cabildo de Buenos Aires expresaba que, “por la suma pobreza no se ha podido cobrar el tributo”. Ya no había nada más que quitarles a los antiguos guerreros kilmes. A partir de entonces, ni siquiera hubo quién quisiera ocupar el cargo de corregidor de la Reducción quilmeña.

Aún resonaban los ecos de la Revolución de Mayo, cuando el 30 de agosto de 1810, el cura propietario Santiago Rivas elevó un petitorio a la Primera Junta. Solicitaba abolir la Reducción acusando a los pobladores de “ociosos, viciosos y malos cristianos”.

Mientras en el “Pago de Quilmes” iba creciendo el número de españoles -pese a que la ley lo prohibía expresamente-, los kilmes se extinguían. La Reducción finalmente se disolvió en 1812, cuando sólo quedaban unas doce familias indias en el poblado.

El decreto que la ordenó fue publicado en la Gazeta Ministerial y hoy parece una burla. Cuando ya casi no había kilmes vivos en Buenos Aires, el gobierno los declaró como “Pueblo libre de habitar o transitar por cualquier motivo”.

Kilmes y Quilmes son vocablos que refieren a un mismo pueblo. Uno de ellos trae ecos de resistencia. El otro, de destierro y extinción. Tras un muro de olvido, hoy apenas remite a conurbano, fútbol y cerveza.

DESTERRADOS, PERO CON PAPELES 
En 1716, después de cincuenta años de despoblamiento, una Cédula Real devolvió parte de sus territorios a la Comunidad de Amaicha y Quilmes. Este documento español es la base jurídica que asiste a la actual Comunidad India de Quilmes para reclamar sus derechos territoriales, ya que el estado argentino es continuador legal de la Corona de España. En la actualidad, el sitio está concesionado a un empresario privado que explota un hotel instalado en la vieja ciudadela de Kilmes.

Placa en homenaje a Isabel Pallamay, la primera mujer cacique kilmes en su destierro bonaerense.


+datos 
EN VIDEO DOCUMENTAL
- “Los kilmes..., más allá del Yocavil” (2006), dirigido por Antonio Muñoz y Soledad Baldatta.
- “Kilmes, un pueblo vivo” (2009), dirigido por Alicia Agnone.
- En CD. La banda metalera Tren Loco dedicó un tema a los kilmes en su CD “Sangre sur”. Se lo puede escuchar en www.youtube.com/watch?v=l-0p2hbedvg


 
Indios kilmes, en la Quilmes de Buenos Aires hacia 1900.

UN CACIQUE NACIDO EN ANDALUCÍA
La historia del aventurero español Pedro Bohórquez merecería una nota por sí misma -y algún día la tendrá-. Algunos historiadores coinciden con que este andaluz fue el más grande embaucador de todos los tiempos y hasta logró hacerse reconocer como cacique de la Confederación Diaguita bajo el nombre de Inca Hualpa.
En Perú solía vivir entre los indios, pero también servía como guía a las expediciones españolas. Su vida se convirtió en un laberinto de promesas y estafas que lo llevaron a una cárcel en Chile. Allí ocurrió un hecho inesperado: su carcelero le enseñó la técnica de fabricar cañones con madera y cuero. Por eso, cuando el hombre escapó con una “manceba” india para dirigirse a La Rioja, no extrañó que los naturales lo recibieran con los brazos abiertos. Quizás Bohórquez pudiera equilibrar la balanza de la guerra creando una impensada artillería india. Y así fue. Aunque el arma servía sólo para unos pocos tiros, alcanzó para que el andaluz se ganara la confianza de los indios y con el tiempo asumiera el cacicazgo en una la guerra... contra su propio país. Luego, claro, los traicionó.

Ruinas de Kilmes en Tucumán.


 
La Parroquia de Quilmes, en 1910

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