En cada Pascua celebramos la vida, la muerte y la resurrección de Jesús que vuelven a acontecer entre nosotros. Lo definitivo del anuncio del Reino, presente en la palabra y la vida de Jesús de Nazaret, irrumpe en su resurrección, que es acontecimiento escatológico, y sólo en el horizonte de la esperanza del Reino puede ser comprendida. Por eso la resurrección de Jesús es acción de Dios: es el Padre quien lo resucita. El Dios-Abba de Jesús se revela escatológicamente en la resurrección. Dios dice a los hombres, de un modo definitivo, quién es él. Por eso la resurrección de Jesús es manifestación del ser de Dios: él es fiel y misericordioso. Al decir de Walter Kasper, “en la resurrección de Jesús de entre los muertos manifestó Dios su fidelidad en el amor y se identificó definitivamente con Jesús y su causa”.
Sólo en relación a su devenir histórico puede comprenderse la resurrección de Jesús, así como sólo desde ésta aquél adquiere su máxima significación y sentido. Por todo ello, la resurrección de Jesús es acontecimiento de la salvación, manifestado en el lenguaje de Pablo en el concepto de libertad: Jesús nos hace libres frente al pecado, la ley y la muerte. La existencia humana queda abierta al futuro de Dios. Desde esta perspectiva escatológica y salvífica, la resurrección de Jesús es vivida en la fe de los apóstoles como el cumplimiento de las promesas hechas por Dios: “Todas las promesas de Dios encuentran su ‘sí’ en Jesús, de manera que por él decimos ‘amén’ a Dios, para gloria suya” (2 Cor 1,20).
Plenamente ahora, en la resurrección de Jesús, “el tiempo se ha cumplido: el reino de Dios está cerca” (Mc 1,15). Si la resurrección de Jesús es arribo de la salvación y cumplimiento de las promesas lo es, también, porque con él comienza la “nueva creación”: “Con el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que así como Cristo resucitó por la gloria del Padre, también nosotros llevemos una vida nueva” (Rm 6,4). Por eso Jesús es llamado por Pablo el “primogénito entre muchos hermanos” (Rm 8,29). Él ha inaugurado, con su muerte y su resurrección, un “camino nuevo y viviente” (Heb 10,20): el de la resurrección de los hombres: “Él es el principio, el primogénito de entre los muertos” (Col 1,18). La certeza creyente de este anuncio, pone las cosas en su sitio: sólo la pertenencia a Cristo es lo que cuenta, porque sólo en él se participa de la vida nueva y definitiva que Dios preparó para los hombres: “El que vive en Cristo es una nueva criatura: lo antiguo ha desaparecido, un ser nuevo se ha hecho presente” (2 Cor 5,17). La consumación de esta vida nueva se vive en la espera del mundo nuevo y reconciliado que Dios prepara para los suyos a través de aquel que hace “nuevas todas las cosas” (Ap 21,5), y donde “secará todas las lágrimas, y no habrá más muerte, ni pena, ni queja, ni dolor, porque todo lo de antes pasó” (Ap 21,4): “Pero nosotros, de acuerdo con la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva donde habitará la justicia.” (2 Pe 3,13). De esta esperanza en la victoria final de la vida y la justicia debe dar cuenta, en el anuncio del día a día, la acción pastoral de la Iglesia.
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