Nadie sabe, a ciencia cierta, cómo ni por qué este anciano cardenal de Venecia llegó a ser papa. Lo que se dijo en Roma, para explicar su designación, es que el conclave se había atascado y los cardenales, como solución de transición, decidieron poner en el papado a un hombre de transición, para salir del paso y buscar así una salida digna, utilizando un papa que pudiera vivir poco tiempo. Lo que no sospechaban los hombres del conclave es lo que supo formular K. Rahner: “el papa de transición Juan XXIII ha puesto en marcha la transición de la Iglesia hacia el futuro”.
Lo más probable es que habrá gente que se sonría con desdén al leer lo que acabo de decir. Porque no son pocos los que piensan que aquel papa bonachón, viejo y rechoncho, fue el hombre que puso en marcha el doloroso proceso de descomposición de la Iglesia. Y es cierto que fue Juan XXIII el papa que, con su desconcertante libertad al servicio de la bondad, desatascó la situación que el genial eclesiólogo, que fue Y. Congar, apuntó en su Diario personal:
“Me impresiona constantemente el irrealismo de un sistema que tiene sus tesis y sus ritos, también sus servidores, y que canta su canción sin mirar a las cosas y a los problemas tal como son. El sistema está satisfecho con sus propias afirmaciones y sus propias celebraciones. Todo se desarrolla en un plano diferente al de los problemas reales, en un universo completamente distinto del de los hombres”.
Esto anotaba Congar el 24 de noviembre de 1954. Y ésta fue la situación que desatascó Juan XXIII. No como tendría que haberse hecho, reorganizando el papado y modificando la curia vaticana. Pero no pudo ser así, entre otras razones y por más extraño que parezca, por la incomprensible bondad de aquel papa. Pero fue precisamente aquella bondad la que abrió nuevos caminos a la Iglesia. ¿Qué quiero decir con todo esto?
Rocalli fue un hombre de una humildad tan profunda, que, dándose cuenta de que era urgente una reforma de la Iglesia, jamás quiso delimitar los detalles. Se sabe con certeza que, entre sus más allegados, le gustaba decir que él no tenía competencia universal alguna. Por eso él no quiso presidir las asambleas conciliares. Se fiaba del cuerpo episcopal.
Y su desapego personal llegó hasta límites impensables. Por ejemplo, nombró como cardenales a algunos de sus más conocidos adversarios. Y puso como presidentes de las comisiones del concilio a los más destacados dirigentes de la curia. Su bondad (¿bien entendida? ¿mal entendida?) llegó a rebasar la línea roja que marca el límite de lo “razonable” y se metió de lleno en las aguas pantanosas de lo que no es fácil entender desde la lógica del “orden que marcan los poderes de este mundo”.
Esto tuvo sus consecuencias. La principal de ellas, es bien conocida: los documentos del concilio fueron el resultado de fórmulas de compromiso. Fórmulas en las que las dos partes, progresistas (centroeuropeos) y conservadores (curiales), no tuvieron más remedio que llegar a acuerdos en los que cada parte tuvo que ceder. Y a eso, se vinieron a sumar las intervenciones posteriores de Pablo VI, a veces, atormentado por sus dudas.
El ejemplo más claro, fue la famosa “Nota explicativa previa”, que, en gran medida, dejó el “poder pleno, supremo y universal” en manos del papa. Con lo que se quedó sin resolver el problema principal que tenía que resolver el concilio: dónde y cómo reside el sujeto de suprema potestad en la Iglesia. Pero de esto hablaremos otro día.
Entonces, ¿qué aportó Juan XXIII con su pontificado y su concilio? Lo más decisivo para los discípulos de Jesús: que la bondad es la fuerza que cambia el mundo, que renueva la Iglesia, que nos lleva por los mismos caminos que trazó Jesús. ¿Esto no dice nada? Más aún, ¿esto fue y sigue siendo un fracaso? ¿No terminó la vida de Jesús en el más estrepitoso de los fracasos? Y, sin embargo, ¿no decimos los creyentes que ahí, en eso, está el misterio de lo que más nos humaniza y más felices nos hace? Amigos, aquí estamos tocando el fondo. Como el papa Rocallí lo tocó.
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