En aquel
tiempo, enseñaba Jesús a la multitud y les decía:
¾ ¡Cuidado con los letrados! Les
encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en la plaza,
buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los
banquetes; y devoran los bienes de las viudas con pretexto de largos rezos. Ésos
recibirán una sentencia más rigurosa.
Estando Jesús sentado enfrente del cepillo del templo, observaba a la gente que
iba echando dinero: muchos ricos echaban en cantidad; se acercó una viuda pobre
y echó dos monedas de muy poco valor. Llamando a sus discípulos, les dijo:
¾ Os aseguro que esa pobre viuda ha
echado en el cepillo más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les
sobra, pero ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir.
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RELIGIÓN Y EGO
Pareciera que fue la palabra “viuda” la que hizo que se unieran
estos dos breves relatos: la durísima crítica a los letrados (doctores de la ley
o escribas), a quienes se acusa, entre otras cosas, de “devorar los bienes de
las viudas con pretexto de largos rezos”, y el enigmático episodio de la
“viuda pobre” que echa en el cepillo del templo “todo lo que tenía para vivir”.
El primero de ellos contiene la denuncia de un comportamiento que
no es inusual entre la autoridad religiosa: el uso de ropajes especiales, la
búsqueda de reconocimiento social, el uso de títulos pomposos heredados del
pasado y alejados de la vida cotidiana, el afán por lugares destacados, el
negocio económico a costa a veces de gente necesitada… Ni un anticlerical
hubiera sido más duro. Y, sin embargo, son palabras del evangelio.
Tales actitudes, cuando se dan en personas religiosas, duelen y
escandalizan más, porque suelen predicar justo lo opuesto. Pero, en realidad, son
comportamientos que nos acechan a todos, porque definen bien cuál es el
funcionamiento habitual del ego.
El ego, ese manojo de necesidades y miedos, no puede buscar otra
cosa que su autoafirmación, a costa de lo que sea. Y, dado que el ego solo puede
moverse por el mundo de los objetos, lo hace por los caminos del tener, del
poder y del aparentar.
Sabemos que el ego es solo un error de percepción. No responde a
ninguna realidad consistente, sino que es simplemente el resultado de un proceso
de identificación de la mente con un determinado conjunto de pautas
mentales y emociones, experiencias y circunstancias vividas. Sobre todo ello, la
mente aprendió a decir “mío” y se generó el ego, con una consecuencia asombrosa:
le atribuimos una entidad en sí mismo y terminamos convencidos de que constituía
nuestra verdadera identidad.
Una vez producido el equívoco, ya no podíamos hacer otra cosa que
vivir para él. De esa manera, nos convertimos en marionetas en sus manos y todo
nuestro comportamiento quedó marcado por la egocentración.
Afortunadamente, nuestra verdadera identidad puede haber quedado
adormecida o incluso aplastada bajo el peso de un ego que sofoca cualquier otra
voz, pero no ha sido eliminada. Por eso podemos seguir experimentándola, aunque
sea en forma de anhelo, o incluso solo de insatisfacción. De hecho, suele ser la
insatisfacción, el desencanto o la hartura, lo que nos pone en camino para
buscar en profundidad aquello que realmente somos y que sabe a plenitud. Aquello
que nunca puede ser afectado negativamente, que siempre se halla a salvo, y que
nos desegocentra eficazmente.
Por otro lado, la imagen de la viuda, en la segunda parte del
relato, y debido precisamente al contexto, parece ofrecer varios significados.
En primer lugar, reflejaría –como antítesis de los letrados- a la persona
desidentificada de su yo, hasta el punto que es capaz de darlo todo.
Pero caben otras lecturas: en una de ellas representaría a las
personas, especialmente mujeres en estructuras patriarcales o machistas, que son
víctimas del sistema, en este caso religioso: aquellas cuyos bienes son
“devorados” por la autoridad.
En tercer lugar, sería no solo víctima, sino culpable de
sostener aquel sistema que va contra la vida. Porque es ella la que,
precisamente con su limosna –incluso lo que necesita para vivir- sigue
alimentando una estructura explotadora y caduca. (No olvidemos que, en el
evangelio de Marcos, como en el de Juan, el templo –y la religión que él
sostenía- se han dado por caducados).
En conjunto, el doble relato supone un cuestionamiento lúcido de
toda estructura de poder, particularmente religioso; un cuestionamiento que
llega incluso a los detalles más pequeños, como puede ser el ropaje.
Llama la atención que, en esa crítica, se mencionen expresamente
los “rezos”. Incluso lo que, en principio, tendría que ser la actividad más
desinteresada y gratuita, como es la oración, se puede convertir en la coartada
para obtener beneficios.
En cualquier caso, más allá de lo específicamente religioso, podemos leer el
relato en clave de (des)identificación egoica, como una llamada a ser lúcidos de
nuestras propias trampas y una invitación a reencontrarnos con nuestra identidad
más profunda, Aquella cuya voz podemos escuchar cuando acallamos la mente y
silenciamos los gritos del ego.
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