01 noviembre 2012

Evangelio de Marcos 12, 28b-34

En aquel tiempo, un escriba se le acercó a Jesús y le preguntó:

         — ¿Qué mandamiento es el primero de todos?

         Respondió Jesús:

         — El primero es: “Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”. El segundo es este: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. No hay mandamiento mayor que estos.

         El escriba replicó:

         — Muy bien, maestro, tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios.

         Jesús, viendo que había respondido sensatamente, le dijo:

         — No estás lejos del Reino de Dios.

         Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.

 

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LO REAL ES AMOR
 
         La pregunta que el escriba –teólogo oficial del judaísmo- le dirige a Jesús tenía mucha importancia por dos motivos: porque los propios teólogos habían llegado a formular nada menos que 625 normas –que hacían derivar de la Torah, y que buscaban regular hasta los detalles más nimios de la vida cotidiana-, y porque las respuestas que se daban a aquella cuestión no siempre eran unánimes.

         Se comprende que, en tal jungla normativa, la gente se preguntara por el mandamiento “más importante”, deseando simplificar lo que se había convertido en un verdadero agobio.

         Y se comprende también el interés de la pregunta si tenemos en cuenta que existían diferentes respuestas. Para algunos rabinos, el mandamiento más importante era, por ejemplo, el cumplimiento del sábado.

         La respuesta de Jesús –que en el cuarto evangelio todavía se radicalizará más: “Os dejo un mandamiento: que, con el amor con que yo os he amado, os améis los unos a los otros”: Jn 13,34– no es novedosa.

         Por un lado, algún rabino contemporáneo, como Hillel, había respondido en la misma dirección: “No hagas a tu vecino lo que no quieres que él te haga a ti. En esa frase se resume toda la enseñanza de la Torah. El resto es comentario. Ve y apréndelo”.

         Por otro, lo que Jesús hace es traer una doble cita tomada de la Torah, en el Libro del Deuteronomio (6,4-5) y en el Levítico (19,18).

         Su novedad, en todo caso, consiste en unir los dos mandamientos, estableciendo un nexo indisoluble entre ellos. Solo hay un amor. Y, en clave religiosa, es imposible amar a Dios si no se ama al prójimo, como bien recogerá más tarde la Primera Carta de Juan: “Quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1 Jn 4,20).

         Desde una lectura no-dual, el texto adquiere una riqueza todavía mayor. Por una parte, bajo esta perspectiva, que reconoce que el todo está en la parte, y que el Todo es interrelación, es imposible un amor “parcializado”. El amor no hace excepciones.

         Por otra, podemos apreciar que la respuesta de Jesús –tomada del Libro sagrado del judaísmo- no es tanto un mandamiento, cuanto una revelación. No se trata de que el Dios separado del universo mítico reclame ser amado por encima de cualquier otra realidad, como si de un gran Narciso se tratara (aunque comprendamos que, en el nivel mítico de consciencia, no pudiera verse de otra manera).

         La lectura es, a la vez, más simple y más profunda. Lo que esa respuesta nos revela –y ahí es donde reside su verdad y su fuerza, con la que cualquier persona puede conectar- es que el Fondo último de lo Real, la Fuente de donde todo brota y la Naturaleza básica de la realidad es Amor.

         Es decir, se expresa en forma de mandamiento (“Amarás al Señor tu Dios…”), porque eso responde a lo que es nuestra identidad más profunda. Somos Amor –como lo es la Mismidad de todo- y solo “acertamos” en la vida cuando vivimos en conexión con él y permitimos que se exprese y fluya a través de nosotros.

         La Realidad, cuando se la ve sin el filtro del ego (de la mente), es amorosa y es amable. El Ser (“Dios”, en las religiones), en cuanto tal, es tanto fuente de amor como el amor mismo.

         Esto no significa que las cosas nos vayan a ir “bien”, en clave de lo que el ego etiqueta como tal. Significa que el Ser es positividad y que la naturaleza fundamental de todo es beneficiosa.

         Nuestra mente colocará etiquetas de “positivas” y “negativas”, “buenas” y “malas”, a las diferentes realidades con las que nos encontremos. Pero ya sabemos que la visión de la mente es sumamente limitada y parcial. Lo que es una polaridad abrazada en una unidad mayor, será visto por la mente como un campo de lucha sin cuartel. Por eso, cuando somos capaces de ver libres del filtro mental, percibiremos la Belleza, la Bondad y la Verdad de todo lo que es.  

         El amor del que hablamos aquí no es un movimiento sensible ni un estado emocional. Es la percepción de que nuestra naturaleza esencial –el Fondo que compartimos con todo lo real- es bella y amorosa.

         Este amor tampoco tiene que ver, en primer lugar, con la voluntad. Es, más bien y en primer lugar, consciencia de no-separación de nada. De esta comprensión es de donde nacerá el comportamiento adecuado.

         Por el contrario, cuando estamos en la superficie, identificados con nuestro ego y actuamos desde él, sufrimos. Porque hemos perdido la conexión con el Amor; sufrimos porque estamos “lejos” de nuestra profundidad, “lejos” de lo Real.

                   www.enriquemartinezlozano.com

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