11 octubre 2012

BEATO JUAN XXIII (1881-1963)


Nació en el seno de una familia numerosa campesina, de  profunda raigambre cristiana. Pronto ingresó en el Seminario, donde  profesó la Regla de la Orden franciscana seglar. Ordenado sacerdote,  trabajó en su diócesis hasta que, en 1921, se puso al servicio de  la Santa Sede.
 
En 1958 fue elegido Papa, y sus cualidades humanas y cristianas  le valieron el nombre de "papa bueno". Juan Pablo II lo  beatificó el año 2000 y estableció que su fiesta se  celebre el 11 de octubre.

Nació el día  25 de noviembre de 1881 en Sotto il Monte, diócesis y provincia de  Bérgamo (Italia). Ese mismo día fue bautizado, con el nombre de  Ángelo Giuseppe. Fue el cuarto de trece hermanos. Su familia  vivía del trabajo del campo. La vida de la familia Roncalli era de tipo  patriarcal. A su tío Zaverio, padrino de bautismo, atribuirá  él mismo su primera y fundamental formación religiosa. El clima  religioso de la familia y la fervorosa vida parroquial, fueron la primera y  fundamental escuela de vida cristiana, que marcó la fisonomía  espiritual de Ángelo Roncalli.

Recibió la confirmación y la  primera comunión en 1889 y, en 1892, ingresó en el seminario de  Bérgamo, donde estudió hasta el segundo año de  teología. Allí empezó a redactar sus apuntes espirituales,  que escribiría hasta el fin de sus días y que han sido recogidos  en el «Diario del alma». El 1 de marzo de 1896 el director espiritual  del seminario de Bérgamo lo admitió en la Orden  franciscana seglar, cuya Regla profesó el 23 de mayo de  1897.

De 1901 a 1905 fue alumno del Pontificio  seminario romano, gracias a una beca de la diócesis de Bérgamo.  En este tiempo hizo, además, un año de servicio militar. Fue  ordenado sacerdote el 10 de agosto de 1904, en Roma. En 1905 fue nombrado  secretario del nuevo obispo de Bérgamo, Mons. Giácomo  María Radini Tedeschi. Desempeñó este cargo hasta 1914,  acompañando al obispo en las visitas pastorales y colaborando en  múltiples iniciativas apostólicas: sínodo,  redacción del boletín diocesano, peregrinaciones, obras sociales.  A la vez era profesor de historia, patrología y apologética en el  seminario, asistente de la Acción católica femenina, colaborador  en el diario católico de Bérgamo y predicador muy solicitado por  su elocuencia elegante, profunda y eficaz.

En aquellos años, además,  ahondó en el estudio de tres grandes pastores: san Carlos Borromeo (de  quien publicó las Actas de la visita apostólica realizada a la  diócesis de Bérgamo en 1575), san Francisco de Sales y el  entonces beato Gregorio Barbarigo. Tras la muerte de Mons. Radini Tedeschi, en  1914, don Ángelo prosiguió su ministerio sacerdotal dedicado a la  docencia en el seminario y al apostolado, sobre todo entre los miembros de las  asociaciones católicas.

En 1915, cuando Italia entró en  guerra, fue llamado como sargento sanitario y nombrado capellán militar  de los soldados heridos que regresaban del frente. Al final de la guerra  abrió la «Casa del estudiante» y trabajó en la pastoral  de estudiantes. En 1919 fue nombrado director espiritual del seminario.

En 1921 empezó la segunda parte de  la vida de don Ángelo Roncalli, dedicada al servicio de la Santa Sede.  Llamado a Roma por Benedicto XV como presidente para Italia del Consejo central  de las Obras pontificias para la Propagación de la fe, recorrió  muchas diócesis de Italia organizando círculos de misiones. En  1925 Pío XI lo nombró visitador apostólico para Bulgaria y  lo elevó al episcopado asignándole la sede titular de  Areópoli. Su lema episcopal, programa que lo acompañó  durante toda la vida, era: «Obediencia y paz».

Tras su consagración episcopal, que  tuvo lugar el 19 de marzo de 1925 en Roma, inició su ministerio en  Bulgaria, donde permaneció hasta 1935. Visitó las comunidades  católicas y cultivó relaciones respetuosas con las demás  comunidades cristianas. Actuó con gran solicitud y caridad, aliviando  los sufrimientos causados por el terremoto de 1928. Sobrellevó en  silencio las incomprensiones y dificultades de un ministerio marcado por la  táctica pastoral de pequeños pasos. Afianzó su confianza  en Jesús crucificado y su entrega a él.

En 1935 fue nombrado delegado  apostólico en Turquía y Grecia. Era un vasto campo de trabajo. La  Iglesia católica tenía una presencia activa en muchos  ámbitos de la joven república, que se estaba renovando y  organizando. Mons. Roncalli trabajó con intensidad al servicio de los  católicos y destacó por su diálogo y talante respetuoso  con los ortodoxos y con los musulmanes. Cuando estalló la segunda guerra  mundial se hallaba en Grecia, que quedó devastada por los combates.  Procuró dar noticias sobre los prisioneros de guerra y salvó a  muchos judíos con el «visado de tránsito» de la  delegación apostólica. En diciembre de 1944 Pío XII lo  nombró nuncio apostólico en París.

Durante los últimos meses del  conflicto mundial, y una vez restablecida la paz, ayudó a los  prisioneros de guerra y trabajó en la normalización de la vida  eclesiástica en Francia. Visitó los grandes santuarios franceses  y participó en las fiestas populares y en las manifestaciones religiosas  más significativas. Fue un observador atento, prudente y lleno de  confianza en las nuevas iniciativas pastorales del episcopado y del clero de  Francia. Se distinguió siempre por su búsqueda de la sencillez  evangélica, incluso en los asuntos diplomáticos más  intrincados. Procuró actuar como sacerdote en todas las situaciones.  Animado por una piedad sincera, dedicaba todos los días largo tiempo a  la oración y la meditación.

En 1953 fue creado cardenal y enviado a  Venecia como patriarca. Fue un pastor sabio y resuelto, a ejemplo de los santos  a quienes siempre había venerado, como san Lorenzo Giustiniani, primer  patriarca de Venecia.

Tras la muerte de Pío XII, fue  elegido Papa el 28 de octubre de 1958, y tomó el nombre de Juan XXIII.  Su pontificado, que duró menos de cinco años, lo presentó  al mundo como una auténtica imagen del buen Pastor. Manso y atento,  emprendedor y valiente, sencillo y cordial, practicó cristianamente las  obras de misericordia corporales y espirituales, visitando a los encarcelados y  a los enfermos, recibiendo a hombres de todas las naciones y creencias, y  cultivando un exquisito sentimiento de paternidad hacia todos. Su magisterio,  sobre todo sus encíclicas «Pacem in terris» y «Mater et  magistra», fue muy apreciado.
Convocó el Sínodo romano,  instituyó una Comisión para la revisión del Código  de derecho canónico y convocó el Concilio ecuménico  Vaticano II. Visitó muchas parroquias de su diócesis de Roma,  sobre todo las de los barrios nuevos. La gente vio en él un reflejo de  la bondad de Dios y lo llamó «el Papa de la bondad». Lo  sostenía un profundo espíritu de oración. Su persona,  iniciadora de una gran renovación en la Iglesia, irradiaba la paz propia  de quien confía siempre en el Señor. Falleció la tarde del  3 de junio de 1963.
 
Juan Pablo II lo beatificó el 3 de  septiembre del año 2000, y estableció que su fiesta se celebre el  11 de octubre, recordando así que Juan XXIII inauguró  solemnemente el Concilio Vaticano II el 11 de octubre de 1962.
Textos de L'Osservatore Romano


De la homilía de Juan Pablo II
en la misa de beatificación
(3-IX-2000)
Contemplamos hoy en la gloria del  Señor a Juan XXIII, el Papa que conmovió al mundo por la  afabilidad de su trato, que reflejaba la singular bondad de su  corazón...
Ha quedado en el recuerdo de todos la  imagen del rostro sonriente del Papa Juan y de sus brazos abiertos para abrazar  al mundo entero. ¡Cuántas personas han sido conquistadas por la  sencillez de su corazón, unida a una amplia experiencia de hombres y  cosas! Ciertamente la ráfaga de novedad que aportó no se  refería a la doctrina, sino más bien al modo de exponerla; era  nuevo su modo de hablar y actuar, y era nueva la simpatía con que se  acercaba a las personas comunes y a los poderosos de la tierra. Con ese  espíritu convocó el Concilio ecuménico Vaticano II, con el  que inició una nueva página en la historia de la Iglesia: los  cristianos se sintieron llamados a anunciar el Evangelio con renovada  valentía y con mayor atención a los "signos" de los  tiempos. Realmente, el Concilio fue una intuición profética de  este anciano Pontífice, que inauguró, entre muchas dificultades,  un tiempo de esperanza para los cristianos y para la humanidad.
 
En los últimos momentos de su  existencia terrena, confió a la Iglesia su testamento: «Lo que  más vale en la vida es Jesucristo bendito, su santa Iglesia, su  Evangelio, la verdad y la bondad». También nosotros queremos  recoger hoy este testamento, a la vez que damos gracias a Dios por  habérnoslo dado como Pastor.

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