22 septiembre 2012

Evangelio según San Marcos 9,30-37.

Al salir de allí atravesaron la Galilea; Jesús no quería que nadie lo supiera,
porque enseñaba y les decía: "El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo matarán y tres días después de su muerte, resucitará".
Pero los discípulos no comprendían esto y temían hacerle preguntas.
Llegaron a Cafarnaún y, una vez que estuvieron en la casa, les preguntó: "¿De qué hablaban en el camino?".
Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande.
Entonces, sentándose, llamó a los Doce y les dijo: "El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos".
Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo:
"El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre, me recibe a mí, y el que me recibe, no es a mí al que recibe, sino a aquel que me ha enviado".



Leer el comentario del Evangelio por
San Máximo de Turín (?-v. 420), obispo
Sermón 58 ; PL 57, 363



“El que acoge a un niño en mi nombre, me acoge a mi”

        Nosotros, todos los cristianos, somos el cuerpo del Cristo y sus miembros, dice el apóstol Pablo (1Co 12,27). En la resurrección de Cristo, todos sus miembros resucitaron con él, y mientras él pasaba de los infiernos a la tierra, nos hace pasar a nosotros de la muerte a la vida.

        La palabra "pascua" en hebreo quiere decir paso o partida. ¿Este misterio no es el paso del mal al bien? ¡Y qué paso! Del pecado a la justicia, del vicio a la virtud, de la vejez a la infancia. Hablo aquí de la infancia que significa sencillez, no de la edad.
Porque las virtudes, también, tienen sus edades. Ayer la decrepitud del pecado nos ponía sobre nuestra decadencia. Pero la resurrección de Cristo nos hace renacer en la inocencia de los niños. La sencillez cristiana hace suya la infancia.

        El niño no tiene rencor, no conoce el fraude, no se atreve a golpear. Así, este niño que es el cristiano, no se enfurece si se le insulta, no se defiende si se le despoja, no devuelve los golpes si se le golpea. El Señor hasta exige que rece por sus enemigos, que le entregue la túnica y el manto a los ladrones, y que presente la otra mejilla a los que lo abofetean (Mt 5,39s). La infancia de Cristo sobrepasa la infancia de los hombres... Ésta debe su inocencia a su debilidad, la otra a su virtud. Y es digna de más elogios todavía: su rechazo al mal, emana de su voluntad, no de su impotencia.

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