12 febrero 2012

AMIGO DE LOS EXCLUIDOS:

12 de febrero de 2012 - 6 Tiempo ordinario - Marcos 1, 40-45


Jesús era muy sensible al sufrimiento de quienes encontraba en su camino, marginados por la sociedad, despreciados por la religión o rechazados por los sectores que se consideraban superiores moral o religiosamente. Es algo que le sale de dentro. Sabe que Dios no discrimina a nadie. No rechaza ni excomulga. No es solo de los buenos. A todos acoge y bendice. Jesús tenía la costumbre de levantarse de madrugada para orar. En cierta ocasión desvela cómo contempla el amanecer: "Dios hace salir su sol sobre buenos y malos". Así es él.
Por eso, a veces, reclama con fuerza que cesen todas las condenas: "No juzguen y no serán juzgados". Otras, narra pequeñas parábolas para pedir que nadie se dedique a "separar el trigo y la cizaña" como si fuera el juez supremo de todos.
Pero lo más admirable es su actuación. El rasgo más original y provocativo de Jesús fue su costumbre de comer con pecadores, prostitutas y gentes indeseables. El hecho es insólito. Nunca se había visto en Israel a alguien con fama de "hombre de Dios" comiendo y bebiendo animadamente con pecadores.
Los dirigentes religiosos más respetables no lo pudieron soportar. Su reacción fue agresiva: "Ahí tienen a un comilón y borracho, amigo de pecadores". Jesús no se defendió. Era cierto. En lo más íntimo de su ser sentía un respeto grande y una amistad conmovedora hacia los rechazados por la sociedad o la religión.
Marcos recoge en su relato la curación de un leproso para destacar esa predilección de Jesús por los excluidos. Jesús está atravesando una región solitaria. De pronto se le acerca un leproso. No viene acompañado por nadie. Vive en la soledad. Lleva en su piel la marca de su exclusión. Las leyes lo condenan a vivir apartado de todos. Es un ser impuro.
De rodillas, el leproso hace a Jesús una súplica humilde. Se siente sucio. No le habla de enfermedad. Solo quiere verse limpio de todo estigma: «Si quieres, puedes limpiarme». Jesús se conmueve al ver a sus pies aquel ser humano desfigurado por la enfermedad y el abandono de todos. Aquel hombre representa la soledad y la desesperación de tantos estigmatizados. Jesús «extiende su mano» buscando el contacto con su piel, «lo toca» y le dice: «Quiero. Queda limpio».
Siempre que discriminamos desde nuestra supuesta superioridad moral a diferentes grupos humanos (vagabundos, prostitutas, toxicómanos, sidóticos, inmigrantes, homosexuales...), o los excluimos de la convivencia negándoles nuestra acogida, nos estamos alejando gravemente de Jesús. (J. Antonio Pagola)
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En la tradición judía (primera lectura) la enfermedad era interpretada como una maldición divina, un castigo, una consecuencia del pecado de la persona enferma -¡o de su familia!-. Porque entonces se la consideraba contagiosa, la lepra común estaba regulada por una rígida normativa que excluía a la persona afectada de la vida social. (Ha durado muchos siglos la falsa creencia de que la lepra fuese tan fácilmente contagiable). El enfermo de lepra era un muerto en vida, y lo peor era que la enfermedad era considerada normalmente incurable. Los sacerdotes tenían la función de examinar las llagas del enfermo, y en caso de diagnosticarlas efectivamente como síntomas de la presencia de lepra, la persona era declarada «impura», con lo que resultaba condenada a salir de la población, a comenzar a vivir en soledad, a malvivir indignamente, gritando por los caminos «¡impuro, impuro!», para evitar encontrarse con personas sanas a las que poder contagiar. En realidad, todo el sistema normativo religioso generaba una permanente exclusión de personas por motivos de sexo, salud, condición social, edad, religión, nacionalidad.
Este hombre, seguramente cansado de su condición, se acerca a Jesús y se arrodilla, poniendo en él toda su confianza: «si quieres, puedes limpiarme». Jesús, se compadece y le toca, rompiendo no sólo una costumbre, sino una norma religiosa sumamente rígida. Jesús se salta la ley que margina y que excluye a la persona. Jesús pone a la persona por encima de la ley, incluso de la ley religiosa. La religión de Jesús no está contra la vida, sino, al contrario: pone en el centro la vida de las personas. La vida y las personas por encima de la ley, no al revés.
Jesús le pide silencio (es el conocido tema del «secreto mesiánico», que todavía hoy resulta un tanto misterioso), y le envía al sacerdote como signo de su reinclusión en la dinámica social, «para que sirva de testimonio» de que Dios desea y puede actuar aun por encima de las normas, recuperando la vida y la dignidad de sus hijos e hijas. Pero este hombre no hace caso de tal secreto, rompe el silencio, y se pone a pregonar con entusiasmo su experiencia de liberación. No parece servirse de la mediación del sacerdote o de la institución del templo, sino que se auto-incluye y toma la decisión autónoma de divulgar la Buena Noticia. Esto hace que Jesús no pueda ya presentarse en público en las ciudades sino en los lugares apartados, pues al asumir la causa de los excluidos, Jesús se convierte en un excluido más. Sin embargo, allí a las afueras, está brotando la nueva vida y quienes logran descubrirlo van también allí a buscar a Jesús.
Es una página recurrente en los evangelios: Jesús cura, sana a los enfermos. No sólo predica, sino que cura («no es lo mismo predicar que dar trigo», dice el refrán). Palabra y hechos. Decir y hacer. Anuncio y construcción. Teoría y praxis. Liberación integral: espiritual y corporal. Y ésa es su religión: el amor, el amor liberador, por encima de toda ley que aliene. La ley consiste precisamente en amar y liberar, por encima de todo.

La segunda lectura, que sigue, como siempre, un camino independiente frente a la relación entre la primera y la tercera, es un bello texto de Pablo que habla de la integralidad de la espiritualidad. La espiritualidad no es tan «espiritual»; de alguna manera es también «material». Hay que recordar que la palabra «espiritualidad» es una palabra desafortunada. Tenemos que seguir utilizándola por lo muy consagrada que está, pero necesitamos recordar que no podemos aceptar para su sentido etimológico. No queremos ser «espirituales» si ello significara quedarnos con el espíritu y despreciar el cuerpo o la materia.
Pablo está en esa línea: «ya sea que comáis o que bebáis o que hagáis cualquier otra cosa...». No sólo las actividades tradicionalmente tenidas como religiosas, o espirituales, tienen que ver con la espiritualidad, sino también actividades muy materiales, preocupaciones muy humanas, como el comer y beber, o cualquier otra actividad de nuestra vida, pueden, deben ser integradas en el campo de nuestra espiritualidad (que ya no resultará pues «solamente espiritual»). Nuestra vida de fe puede y debe santificar toda nuestra vida humana, en todas sus preocupaciones y trabajos, no sólo cuando tenemos la suerte de poder dedicar nuestro tiempo a actividades «estrictamente religiosas», como podrían ser la oración o el culto.
El Concilio Vaticano II insistió mucho en esto: «todos estamos llamados a la santidad» (cap. V de la Lumen Gentium). No hay unos «profesionales de la santidad» (cap. VI ibid.), algunos que estarían en un supuesto «estado de perfección», mientras los demás tendrían que atender a preocupaciones muy humanas... No. Todos estamos llamados elevar nuestros trabajos, tareas, preocupaciones humanas... «nuestra propia existencia» a la categoría de «culto agradable a Dios» (como dirá Pablo en Rom 12,1-2). Podemos ser muy «espirituales» (con reservas para esta palabra de resabios greco-platónicos) y santificarnos aun en lo más «material» de nuestra vida.
El evangelio de hoy es dramatizado en el capítulo 20 de la serie «Un tal Jesús», titulado «Un leproso en el barrio»,

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