15 diciembre 2011

La gente piensa que el obispo no es católico

Raúl Vera López, el obispo de Saltillo, canta mambos, celebra misa con prostitutas, denuncia santos falsos, acoge a la comunidad homosexual y piensa que la salvación en el Cielo no es posible sin la liberación en la Tierra.
Por Emiliano Ruiz Parra / Fotos de Ana Lorenzana




El obispo de Saltillo es muy odiado y muy amado al mismo tiempo.
Bergen, Noruega. Raúl Vera López se enfunda el hábito de dominico y se peina el delgado cabello blanco para tomarse una fotografía con defensores de derechos humanos de todo el mundo, entre ellos una premio Nobel de la Paz. Mientras tanto cuenta un chiste. Y luego otro. Y otro. Los de curas son su especialidad: curas borrachos, curas que desobedecen el celibato, y luego vienen los de presidentes de México. El miércoles 3 de noviembre es un día excepcional en Bergen, Noruega, la ciudad más lluviosa de Europa, porque el sol calienta el patio de la Escuela de Economía de Noruega, donde se reúnen para una fotografía grupal hombres y mujeres que han sobrevivido a condenas de muerte, que han pasado años o décadas en la cárcel o exiliados, que fueron torturados y perseguidos por pertenecer a minorías étnicas, religiosas o sexuales. Raúl Vera, obispo de Saltillo, se acomoda el solideo mientras cuenta el último chiste, ahora en inglés, para que le entienda un noruego que se acerca a pedirle que no se ría ni haga reír a los demás mientras les toman la fotografía, o de lo contrario su imagen saldrá borrosa.

El obispo de Saltillo, Raúl Vera López, recibió en 2010 el premio de la Fundación Rafto para los Derechos Humanos, uno de los más importantes del mundo —cuatro laureados de Rafto obtuvieron después el Nobel de la Paz—, cuando el comité de selección valoró el número de batallas en las que estaba involucrado: la defensa de los transmigrantes centroamericanos, los mineros de carbón, los homosexuales, los indígenas, las trabajadoras sexuales, los familiares de desaparecidos de la guerra contra el narcotráfico, los deudos de la mina de Pasta de Conchos, donde sesenta y cinco mineros murieron sepultados; los trabajadores del Sindicato Mexicano de Electricistas, despedidos en masa de una empresa paraestatal en octubre de 2009… A Raúl Vera no lo han torturado o exiliado, pero ya tomó precauciones: en su muñeca izquierda porta una pulsera de acero con su nombre, sus datos de contacto, su tipo de sangre, su alergia a los antibióticos: "Para el día que me disparen sepan quién soy", me dice. La misma pulsera la lleva su compañera de batallas, Jackie Campbell, quien sí tuvo que salir de México tras casi tres años acosada por los paramilitares, las incursiones a su departamento, donde le cortaban los cables del teléfono sin tocar sus pertenencias, y los robos temporales de su vehículo.

Entre los premiados Rafto, Raúl Vera López goza de fama de trasnochador y fiestero. Y bien ganada: el obispo de Saltillo se siente tan cómodo en el bullicio de una cantina como en el silencio de su reclinatorio, y tan a gusto celebrando misa con prostitutas en Viernes Santo como discutiendo dogmas de fe con teólogos del mundo. Siempre está conversando —ya sea con alguien más o consigo mismo—, y por eso tarda eternidades en las pequeñas tareas de la vida cotidiana, como vestirse o estacionar el coche. Pero esa torpeza con el volante se compensa con el dominio de sus gadgets. Chico Mac —como lo define Campbell—, carga con laptop, iPhone, iPad y BlackBerry y si acaso no hay Wi-Fi sabrá cómo compartir la red de internet desde su teléfono. Y es tan celoso de su dosis diaria de oración que a menudo se disculpa en medio de una sobremesa, sube a la capilla del segundo piso de su casa y celebra la misa en soledad.

Sencillo en las necesidades de su vida diaria, Vera López duerme en una camita igual a la de sus tiempos de novicio y vive en una casa de amueblado rústico en cuya sala cuelga un cuadro que le regalaron indígenas de Chiapas cuando dejó la diócesis de San Cristóbal, con decenas de pequeñas manos y la leyenda: "Jtatik, no existe lejanía". Maneja un Honda Accord blanco después de que el anterior coche de la diócesis, un Pontiac de modelo viejo, se perdiera completamente en una volcadura cuando el conductor esquivó un tráiler y Vera López saliera ileso. Deportista en su juventud, aunque impedido de correr tras una fractura mal cuidada en la pierna izquierda, dedica unos cincuenta minutos diario a caminar, tiempo en el que prepara mentalmente su sermón del día.

La primera semana de noviembre de 2011, la Fundación Rafto —nombrada en honor a Thorolf Rafto, economista noruego y promotor de la democracia en Europa del Este, que fue torturado por la policía soviética en Praga— cumplió su veinticinco aniversario y una decena de sus veinticinco premiados acudieron a celebrarlo. No todos pudieron venir: el vietnamita Thích Quàng ô vive bajo arresto domiciliario; José Ramos-Horta es el presidente de Timor Oriental, por mencionar dos destinos divergentes. Seguí al obispo Raúl Vera hasta esta ciudad de la costa occidental de Noruega y atestigüé algunos rasgos de la personalidad del obispo de los que ya me habían platicado sus amigos y colaboradores.

La noche del sábado 5, unas jóvenes voluntarias de la fundación lo llevan a tomar una cerveza al bar Biskopen, y cuando le dicen que el nombre del bar significa "obispo", Vera López canta el merengue puertorriqueño: "Mamita, llegó el obispo, llegó el obispo de Roma, / si tú lo vieras, mamita, qué cosa linda, qué cosa mona", y da algunos pasos de baile a las puertas del local frente a unas sorprendidas y emocionadas voluntarias. Unas horas antes, sin embargo, se apasiona, manotea, levanta la voz cuando le pido que me explique, una vez más, la teología de Santo Tomás de Aquino y que me cuente la vida de Domingo de Guzmán, Vicente Ferrer y Catalina de Siena, tres santos de su congregación.

Su rasgo de carácter es el apasionamiento. Pareciera indignado cuando su tez blanca —fue pelirrojo y pecoso antes de encanecer— se torna rosada, aumenta la potencia de su voz y agita el índice de la mano derecha. En las reuniones con obreros despedidos, campesinos despojados, transmigrantes extorsionados, homosexuales perseguidos y esposas de hombres desaparecidos, es un diapasón que vibra al ritmo de las denuncias que oye. Pero de inmediato la indignación abre paso a una calidez de abuelo: con las dos manos estrecha la cara de las mujeres y después les planta un beso por mejilla: "Raúl Vera trata a la gente que acaba de conocer como si fuera su amigo de toda la vida", me dice una colaboradora de la Rafto.

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