El
primer día de clase, la señorita Ángela, maestra del último curso de
Infantil, les dijo a todos sus alumnos que a todos quería por igual.
Pero eso no era del todo cierto, ya que en la primera fila se
encontraba, hundido en su pupitre, Juan García, a quien la profesora
Ángela conocía desde el año anterior y había observado que era un niño
que no jugaba bien con los otros niños, que sus ropas estaban
desaliñadas y que necesitaba constantemente de un buen aseado.
Con
el paso del tiempo, la relación entre la profesora y Juan se volvió
desagradable, hasta el punto que ésta comenzó a sentir una preocupante
antipatía por este alumno.
Un día, la dirección de la
escuela le pidió a la señorita Ángela revisar los expedientes anteriores
de cada niño de su clase para así comprobar su evolución. Ella puso el
expediente de Juan el último, dudando incluso de leerlo. Sin embargo,
cuando llegó a su archivo se llevó una gran sorpresa.
La
maestra de segundo año escribía: Juan es un niño brillante con una
sonrisa espontánea y sincera. Realiza sus desempeños con esmero y tiene
buenos modales; es un deleite tenerlo cerca.
Su maestra de
tercer año escribió: Juan es un excelente alumno, apreciado y querido
por sus compañeros, pero tiene problemas en casa debido a la tensa
relación de pareja que mantienen sus padres.
La maestra de
cuarto año escribió: los constantes problemas en casa de Juan han
provocado la separación de sus padres; su madre se ha refugiado en la
bebida, y su padre apenas va a visitarle. Estas circunstancias están
provocando un serio deterioro en su desempeño escolar, ya que no asiste a
clase con la asiduidad y puntualidad característica, y cuando lo hace,
provoca altercados con sus compañeros o se duerme.
En ese
momento, la señorita Ángela se dio cuenta del problema, y se sintió
culpable y apenada, sentimiento que creció cuando al llegar las fechas
navideñas, todos los alumnos le llevaron los regalos envueltos en
papeles brillantes y preciosos lazos, menos Juan, quién envolvió
torpemente el suyo en papel de periódico. Algunos niños comenzaron a
reír cuando ella encontró dentro de esos papeles arrugados, un brazalete
de piedras al que le faltaban algunas cuentas, y un frasco de perfume a
medio terminar. La señorita intentó minimizar las burlas que estaba
sufriendo Juan, alabando la belleza del brazalete, y echándose un poco
de perfume en el cuello y las muñecas.
Juan García se quedó ese día después de clase solo para decir: señorita Ángela, hoy oliste como cuando yo era feliz.
Después
de que todos los niños se fueran, Ángela estuvo llorando durante una
larga hora. Desde ese mismo día, renunció a enseñar solo lectura,
escritura y aritmética, y comenzó a introducir la enseñanza de valores,
sentimientos y principios a los niños. A medida que pasaba el tiempo,
Ángela empezó a tomar un especial cariño a Juan, y cuanto más trabajaba
con él desde el afecto y la comprensión, más despertaba a la vida la
mente de aquél chavalín desaliñado. Cuanto más lo motivaba, más rápido
aprendía, cuanto más lo quería, más comprendía. Y así, de este modo, al
final del año, Juan se había convertido en uno de los niños más
espabilados de la clase.
Un año después, la señorita
Ángela encontró una nota de Juan debajo de la puerta de su clase
contándole, que ella era la mejor maestra que había tenido en su vida.
Pasaron
7 años antes de que recibiera otra nota de Juan. Esta vez le contaba
que había terminado primaria y que había obtenido una de las
calificaciones más altas de su clase, y que todavía ella era la mejor
maestra que había tenido.
Pasaron 7 años, y recibió otra
carta. Esta vez explicándole que no importando lo difícil que se habían
puesto las cosas en ocasiones, y los esfuerzos que habían tenido que
realizar para sacar adelante los estudios, había permanecido en la
escuela y pronto se matricularía en la Universidad, asegurándole a la
señorita Ángela, que ella seguía siendo la mejor maestra que había
tenido en su vida.
7 años más tarde recibió una carta más.
En esta ocasión le explicaba que después de haber recibido su título
universitario, decidió ir un poco más lejos, seguir estudiando y
aprendiendo cosas nuevas. En la firma de su carta, llamaba la atención
la longitud de su nombre: Dr. Juan García Corrales. En la posdata,
aparecían las siguientes palabras: sigues siendo la mejor maestra que he
tenido en mi vida.
Al poco tiempo, y sin Ángela
esperárselo, le llegó otra carta en la que Juan le contaba que había
conocido a una chica y que se iba a casar. Le explicó que su madre había
muerto hacía poco tiempo, y le preguntó si accedería a sentarse en el
lugar reservado para la madre del novio. Por supuesto, ella aceptó.
Para
el día de la boda, Ángela se vistió con sus mejores galas, se puso
aquél brazalete de piedras faltantes que un día Juan le regalara, y se
aseguró de usar el mismo perfume que le recordaba a Juan los tiempos de
la felicidad.
Cuando llegó el día señalado, y se vieron
las escalinatas de la iglesia, el Doctor Juan García, apenas
reconocerla, se disculpó de sus acompañantes y se dirigió diligentemente
hacia donde ella le miraba con emocionada admiración. Con una sonrisa
cómplice se fundieron en un amoroso abrazo, mientras el Doctor le
susurraba al oído: Gracias señorita Ángela por creer en mí. Muchas
gracias por hacerme sentir importante y por enseñarme que yo podía
marcar la diferencia. La señorita Ángela con lágrimas en los ojos, le
contestó: Juan, estás equivocado. Tú fuiste quien me enseñó que yo
podría marcar esa diferencia. No sabía como enseñar hasta que te conocí.
FIN
Ojalá cada niño que tengáis en vuestras manos se convierta en Juan García. Juan García médico, Juan García arquitecto, Juan García albañil, camionero, pintor… pero sobre todas las cosas Juan García Féliz.
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