31 diciembre 2009

Evangelio según San Juan 1,1-18.

Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Al principio estaba junto a Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe. En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la percibieron. Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. El no era la luz, sino el testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera que, al venir a este mundo, ilumina a todo hombre. Ella estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. Ellos no nacieron de la sangre, ni por obra de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino que fueron engendrados por Dios. Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él, al declarar: "Este es aquel del que yo dije: El que viene después de mí me ha precedido, porque existía antes que yo". De su plenitud, todos nosotros hemos participado y hemos recibido gracia sobre gracia: porque la Ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. Nadie ha visto jamás a Dios; el que lo ha revelado es el Hijo único, que está en el seno del Padre.

Leer el comentario del Evangelio por :

Guillermo de Saint-Thierry (hacia 1085-1148), monje benedictino, después cisterciense.
La contemplación de Dios, 10

«El Verbo era la luz verdadera que viniendo a este mundo ilumina a todo hombre

     Sí, tú nos has amado primero para que nosotros te amemos. No tienes necesidad de nuestro amor, pero sólo podíamos llegar al fin por el cual nos habías creado, si no era amándote. Por eso, «en distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los Profetas. Ahora, en esta etapa final, nos has hablado por el Hijo», tu Verbo (Hb 1,1). Es por él que «se hizo el cielo, y por el aliento de su boca, sus ejércitos» (Sl 32,6). Para ti, hablar a través de tu Hijo no es otra cosa que poner a pleno sol, hacer ver con toda claridad cuánto y cómo nos has amado, puesto que no has ahorrado a tu propio Hijo, sino que lo has entregado por todos (Rm 8,32). Y también él nos ha amado y se entregó a sí mismo por nosotros (Ga 2,20).

     Así es tu Palabra, el Verbo todopoderoso que nos diriges, Señor. Cuando todo estaba en profundo silencio, es decir, en lo más profundo del error, descendió de la mansión real (Sab 18,14), para abatir duramente el error y poner suavemente en valor, el amor. Y todo lo que ha hecho, todo lo que ha dicho en la tierra, incluso los oprobios, incluso los salivazos y las bofetadas, incluso la cruz y el sepulcro, no ha sido otra cosa que tu palabra dirigida a nosotros por tu Hijo, palabra provocadora de amor, palabra que despertaba en nosotros el amor a ti.

     En efecto, tú sabías, Creador de las almas, que las almas de los hijos de los hombres no pueden ser forzadas a amar, sino que es preciso provocarlas. Porque donde hay coerción, ya no hay libertad; donde no hay libertad, no hay justicia... Has querido que te amáramos porque, en justicia, no podíamos ser salvados si no es amándote. Y no podíamos amarte si este amor no venía de ti. Así es, Señor, tal como el apóstol de tu amor lo dice: «Tú nos has amado el primero (1Jn 4,10), y tú eres el primero en amar a todos los que te aman. Y nosotros te amamos por la afección de amor que has puesto en nosotros.


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