por Eduardo de la Serna
Es fascinante el ombligo. Desde la película “el Tambor” mostrándolo
como sumamente erótico, lo que ya está afirmado en el libro bíblico del
Cantar de los Cantares, hasta los piercings, el ombligo ocupa un primer
plano. Para el Talmud el ombligo del mundo es Israel, y para los Incas
lo era el Cuzco. Es el centro del hombre, como el maravilloso dibujo de
Leonardo Da Vinci lo muestra. Ombligo dice “centro”, entonces.
Pero algunos creemos –por el contrario- que “mirarse el ombligo” nos
des-centra. Es evidente que hay propuestas sociales, económicas,
políticas, religiosas que proponen centrarnos en nosotros mismos, nos
proponen volver al ombligo, estar bien con nosotros mismos, sentirnos en
paz. Cuando un pueblo se cree “el ombligo del mundo”, precisamente es
eso lo que hace, mirarse a sí mismo y pretender que todos los demás
estén a nuestro alrededor. Como “somos el centro”, somos “el todo”,
llaman Mundial una guerra en la que combatieron los países centrales, o
afirman que estamos aislados del mundo cuando esos mismos países nos
ignoran (como si alguna vez no lo hayan hecho). Todo gira en torno a ese
centro, y no hacerlo –supuestamente- nos saca de órbita. Somos
desorbitados. Y no sería justo negar que la tendencia frecuente que
todos tenemos es “mirarnos el ombligo”, ponernos en el centro, y
pretender –consciente o inconscientemente- que el resto gire a nuestro
alrededor. Uno de los éxitos simbólicos del modelo capitalista es
–precisamente- ese mirarnos a nosotros mismos, aunque sepamos que es
pura publicidad, porque si hay algo que no hace ese modelo es permitir
que nos centremos en eso. El centro se corre hacia el Capital, y el Dios
dinero se posiciona haciendo que todo gire en torno a él y haciéndonos
creer que nos beneficiamos de su calor y su luz. Y nos hace creer que
todo eso es en nuestro favor. Muchas de las campañas publicitarias,
políticas, etc. nos ponen en el centro, o –para ser precisos- nos hacen
creer ilusoriamente que estamos en el centro (“tu felicidad”, “tu
seguridad”, “ella o vos”, “tu plata”, tus dólares, tus viajes…).
El Evangelio, en cambio, con su propuesta universal del amor nos dice
que el centro está en “el otro” (de eso se trata el amor), y en especial
en el pobre. Ciertamente es otra la sociedad, otra la cultura, otro el
proyecto si se pone a los pobres en el centro. Quienes tenemos
experiencia del mundo de los pobres, quienes “con los pobres de la
tierra, mi suerte quiero yo echar” (J. Martí), descubrimos que hay otros
centros y des-centramientos.
Una de las tendencias habituales
de la persona humana es volver una y otra vez la mirada a su ombligo,
una y otra vez mirarse a uno mismo antes que “al otro”. Y muchas de las
propuestas de la publicidad (comercial o política, si es que no es lo
mismo) es invitarnos a mirar la belleza erótica de nuestro propio
ombligo. Y pensar, hablar, optar desde él antes que desde el otro.
Muchas de las preocupaciones principales de muchos y muchas pasa por el
propio ombligo.
A lo mejor la cosa sería distinta si
eligiéramos antes que eso, mirar a los ojos llorosos o sonrientes de los
niños, los ancianos, los pobres; de esos que están a nuestro lado, o
que son tapados, silenciados, ninguneados o invisibilizados por la
publicidad que –aunque me quiera hacer creer que está “centrada” en mí-
sólo pretende mi voto o mi compra. A lo mejor, no creernos el centro del
mundo, nos aliviaría de frustraciones, y nos permitiría sentirnos parte
de un pueblo, nos permitiría salir de ese “centro” ficticio poniéndonos
en otro centro, ese que Jesús llamó “el reinado de Dios”. A lo mejor
corrernos del centro y mirar las periferias nos permitan descubrir que
en el servicio a los pobres podemos encontrar sentido, podamos evitar
que mirándonos el ombligo terminemos dándoles la espalda a las hermanas y
hermanos, podamos descubrir que un abrazo compartido pone el centro en
otro lugar y el ombligo se dedica solamente a juntar pelusa.
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