por Jose Arregi
Español, Doctor en Teología por la Universidad de París.
Miro con asombro las esperanzas que sigue despertando entre los
católicos –y tantos otros que no lo son– el papa actual, el bendito papa
Francisco a quien bendecimos como él nos pidió. Ya lleva 110 días, y no
soy quién para decir cuánto hay de esperanza y cuánto de expectativas
ilusorias en esta euforia papal que siguen mostrando los mejores –los
más sencillos, inquietos, abiertos, los buscadores de lo nuevo entre los
ruinas de lo viejo– de dentro o de fuera de la Iglesia católica.
Yo no comparto la euforia y tantas expectativas, pero quiero compartir y
cuidar la esperanza que late en ellas. Pido perdón de antemano a
quienes estas líneas puedan parecer demasiado escépticas, exigentes o
simplemente impacientes. Pido perdón, y también licencia para errar. Y
si algún día viera que yerro, seré el primero en alegrarme y en
reconocerlo, con la bendición del papa Francisco.
1. No basta
con que el papa sea buena persona. El papa Francisco atrae. Rezuma
bondad. Su porte natural, su mirada directa, franca, su rostro afable,
sus brazos grandes y acogedores; su trato llano, cercano; su estilo
personal austero, sus zapatones viejos, su residencia en Santa Marta en
vez del Vaticano, casi como uno más, su asiento vacío en el concierto
para gentilhombres de otros tiempos; su palabra sencilla, descomplicada,
fresca todo eso nos toca el corazón, y también la razón, porque es un
espejo de lo mejor que somos y que no llegamos a ser del todo y a lo que
en verdad aspiramos en medio de todas nuestras contradicciones.
¿A qué se deben entonces mis cautelas? Se deben a que en un papa no
cuenta solo su persona, sino aun más la institución y la ideología que
la sustenta. El problema de fondo es el sistema católico, un sistema
teocrático, una monarquía absoluta sustentada en “dios”. Y mientras eso
no cambie, nada sustancial cambiará, por bueno que sea el papa. Después
de un papa humilde, austero y dialogante, puede venir otro más duro,
ostentoso y rígido. ¿Qué habríamos adelantado?
2. Tampoco basta
con reformar la Curia. Las curias vaticanas forman parte de ese sistema
y de todas sus contradicciones. Un enorme aparato de poder sacralizado,
de poder sustraído a todo control. Un mundo corrupto de lobbies, como
nos acaba de decir el mismo papa (¡y qué más da que los lobbies estén
formados por heterosexuales o por gais!). Un inmenso engranaje, del que
el papa es cabeza y cautivo a la vez. Es imposible que una persona
ejerza un poder absoluto, y es inevitable que el poder se diluya en
organismos incontrolados, que oficialmente dependen del papa, pero de
hecho y en la sombra manejan los hilos. Una contradicción difícil de
resolver.
Ahora bien –se dirá–, el papa Francisco ya ha
anunciado reformas radicales en la Curia. Es verdad, y estoy seguro de
que las llevará a cabo. ¿Bastará? Creo que tampoco bastará con eso. Y
ello porque las curias vaticanas no poseen la última llave del sistema.
Las llaves están en manos del papa. Todo el poder está concentrado en
una persona, y mientras eso no cambie, lo esencial del sistema seguirá
vigente (por mucho que se depuren las curias, se suprima el Banco o
incluso se anule el Estado del Vaticano). Seguirá en pie el poder
absoluto, y otro papa podrá rehacer lo que éste deshaga.
3.
Otra teología, otra Iglesia. “Francisco, repara mi Iglesia que amenaza
ruina”, dijo Jesús a Francisco de Asís desde el crucifijo de San Damián,
según la leyenda. En nuestra sociedad moderna, la Iglesia católica – o
el cristianismo católico– es un edificio en ruinas (podría decirse algo
similar del cristianismo tradicional en conjunto, pero dejemos eso de
lado). Y no se trata solo, ni siquiera en primer lugar, de su estilo de
funcionamiento, ni siquiera de sus riquezas institucionales y escándalos
personales, por graves que sean. Hay un abismo creciente entre la
Iglesia y la cultura, como se hace patente en el vacío progresivo y
desolador de las Iglesias. La Iglesia ya no constituye una buena
noticia, un lugar de consuelo y liberación.
“Francisco, repara
mi Iglesia”. Si no se repara, se irá cayendo. Pero, para repararla, es
preciso remover los cimientos hasta los mismos fundamentos, hasta
refundarla en Jesús. No para repetir a Jesús, sino para hacer presente
hoy su buena noticia. Que la Iglesia se deje inspirar por el aliento y
la energía sanadora de Jesús, por su rebeldía profética, por su
confianza apacible, por su esperanza activa. Que reinvente los dogmas o
deje libertad para hacerlo, que las creencias valgan en la medida en que
inspiran, que todas las normas morales vinculen en la medida en que
ayudan a las personas y a todos los seres a respirar y vivir. Que
reinvente todo los ministerios de servicio y de autoridad eclesial,
rompiendo de una vez la lógica del poder sacralizado, clerical y
patriarcal.
Mientras no suceda eso, la ruina de la Iglesia
seguirá avanzando, y seguirá sepultando la buena noticia. ¿Pero es
posible reparar esta Iglesia?
4. Solo haciendo que sea
plenamente democrática. La Iglesia católica podrá ser Iglesia liberadora
de Jesús con una condición, no suficiente, pero sí necesaria: su plena
democratización, desde la última parroquia hasta la cúpula vaticana. La
Iglesia católica no podrá ser y anunciar una buena noticia a los hombres
y mujeres del siglo XXI, mientras el poder absoluto y vitalicio siga
concentrado en manos de un papa, y éste siga nombrando a los obispos y
cardenales que elegirán al papa siguiente; mientras no sean las
comunidades quienes elijan a sus dirigentes, varones o mujeres, para
todas las funciones, superando radicalmente un esquema clerical
totalmente ajeno a Jesús; mientras los obispos (varones o mujeres) no
sean elegidos por sus diócesis, y el papa no sea un presidente o
presidenta elegida por las diversas iglesias locales para un tiempo
limitado; mientras los tres poderes (legislativo, judicial, ejecutivo)
no se distingan y vuelvan a las comunidades, que es la única manera de
que el poder sea humano (y solo así divino).
Vayamos al meollo:
la gran reforma que, desde el corazón del mundo de hoy y de todas las
criaturas, el Espíritu o la Ruah creadora y consoladora pide a la
Iglesia requiere que el papa, con su poder todavía absoluto, declare
nulo el poder absoluto del papa, es decir, que anule los dos dogmas que
lo sustentan, que fueron promulgados por el Concilio Vaticano I (1870) y
que el Vaticano II dejó intactos por imposición de Pablo VI: la
infalibilidad y el primado absoluto del papa sobre todas las iglesias.
No basta con que el papa Francisco sea un nuevo Juan XXIII, pues
después de éste vinieron Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI, y 60
años después estamos donde estábamos antes; en realidad, hoy estamos
mucho más lejos del mundo, pues el mundo ha cambiado mucho desde
entonces. Mientras el papa detente todo el poder, todo dependerá de cómo
sea el papa (y los poderes ocultos nombrados o tolerados por él).
5. ¿Podemos esperar tanto del papa Francisco? A mi modo de ver, nada de
lo que sabemos de su pasado y le hemos oído decir o visto hacer en
estos 110 días permite esperar que promueva la reforma radical que urge
en la Iglesia. No se lo reprocho, pues también él, con toda su bondad,
es rehén del sistema. Pero en su bondad y frescura también es testigo
del Espíritu de la Vida que ama y respira en todos los seres y que sigue
recreándolo todo desde el corazón de todo. En él sí esperamos, y
seguiremos empujando la reforma de la Iglesia desde abajo, sea o no sea
promovida desde arriba.
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