Por Horacio Verbitsky
En
las últimas semanas, la presidente ha sincerado algunas líneas de
política económica, que se aplicaban sin mayor explicación. Lo hizo para
fundamentar los obstáculos impuestos a la adquisición de dólares, que
incomoda a un pequeño segmento de las clases medias y altas, convencidos
de que existe un derecho individual a la compra de divisas, sin
preguntarse por su origen ni aplicación y contra el que protestan
golpeando sus cacerolas bien surtidas.
Las presiones de los
sectores exportadores, tanto agropecuarios como industriales, por una
devaluación, y de los financieros a favor de reanudar el ciclo del
endeudamiento, son clásicos de la política aborigen. La negativa del
gobierno, que rechaza ambas propuestas en defensa del valor del salario,
es más novedosa. En cualquier caso, las ganancias extraordinarias para
un pequeño grupo se pagarían con una nueva hecatombe para las mayorías,
como ocurrió con fatídica regularidad, no menos de una vez por década,
desde el Rodrigazo de 1975 hasta la devaluación de 2002.
Una
de las razones expuestas para la expropiación de YPF fue la deliberada
merma de la producción, sustituida con ventas de la propia Repsol desde
otros países a precios más altos, lo cual convirtió en deficitaria la
balanza comercial energética. La presidente también aludió a la
necesidad de sustituir importaciones e instó a las empresas extranjeras a
reinvertir sus utilidades en el país. Aunque los de-sembolsos por la
deuda pública representan un porcentaje decreciente del PIB, este es el
último año en que aún son importantes en términos absolutos. A medida
que el peso de esos pagos pierde significación, la ganan las
importaciones de combustibles y la remisión de utilidades a sus casas
centrales por parte de las empresas transnacionales. En medio de una
fuerte crisis global, la Argentina intenta no volver a endeudarse ni
resignarse a las condiciones de política económica que siempre acompañan
esos paquetes. Para ello, debe cuidar cada centavo verde. El problema
es que los decisivos cambios económico-sociales de la última década no
alteraron la estructura jurídica del neoliberalismo. Esto dificulta la
adopción de las medidas de fondo aconsejables para impedir la regresión
por la que pugnan quienes no toleran el proceso de cambio que se inició
en 2003 y que, según la declaración de Héctor Magnetto a The Financial
Times, en setiembre de 2010 estaba “entrando en una fase confiscatoria”.
El
libro póstumo del economista Daniel Azpiazu Concentración y
extranjerización. La Argentina en la posconvertibilidad describe los
efectos de esos dos procesos convergentes sobre la economía y la
sociedad. El trabajo, escrito en colaboración con los sociólogos Martín
Schorr y Pablo Manzanelli, señala que la enorme concentración producida a
partir del menemismo determinó que en 2009 las 200 firmas de mayor
facturación (salvo agropecuarias y financieras) hayan tenido un saldo
comercial favorable de 27 mil millones de dólares, mientras que el resto
de la economía arrojó un déficit de 10 mil millones. “A raíz de ello,
este conjunto reducido de grandes agentes económicos, además de pasar a
detentar porciones crecientes del ingreso nacional, afianzó aún más su
control sobre un bien clave y, en muchos sentidos crítico, para una
economía de las características estructurales de la Argentina (las
divisas). Esto reforzó la ya de por sí considerable capacidad de veto de
estas fracciones del capital concentrado interno sobre el
funcionamiento del aparato estatal y, más precisamente, sobre la
formulación de las políticas públicas”. Entre 1993 y 2001 se duplicó el
porcentaje de corporaciones extranjeras entre las 200 de mayor
facturación, que en 2009 ya eran casi el 60 por ciento (117 empresas) y
cuya participación en las exportaciones totales del país oscila entre el
40 y el 50 por ciento.
Con el desarrollismo a mediados
del siglo XX, la inversión extranjera directa incrementó el stock de
capital existente, al establecer nuevas plantas, sustituir importaciones
y transferir tecnología que no estaba al alcance del país. En cambio, a
partir de la última década del siglo, esa inversión se dirigió sobre
todo a la adquisición de paquetes accionarios de empresas preexistentes.
Esa transferencia de activos había sido prohibida en forma expresa por
Perón en 1973, pero la permitió la ley de inversiones extranjeras
decretada en 1976 por Videla y Martínez de Hoz. Así pudieron acceder al
crédito interno, los avales oficiales y los regímenes de promoción.
Menem y Cavallo la perfeccionaron en 1993 con un decreto reglamentario
que permitió la inversión extranjera sin autorización previa en defensa y
seguridad, servicios públicos, sanitarios, postales, de electricidad,
agua, gas, transporte, telecomunicaciones, radios, televisión, prensa
gráfica, energía, educación, bancos, seguros y finanzas. También
eliminaron el Registro de Inversiones Extranjeras, el impuesto a los
beneficios extraordinarios y suprimieron cualquier condicionamiento a la
transferencia al exterior de utilidades y hasta para repatriar la
inversión original. Incluso pasaron a considerar a las filiales como
empresas independientes de sus casas matrices, legalizando así prácticas
tramposas como los autopréstamos, la sobrefacturación de importaciones y
subfacturación de exportaciones y el comercio cautivo. Para colmo los
tratados bilaterales de inversiones las sustrajeron de la jurisdicción
local y sometieron al país a un órgano del Banco Mundial, los
pseudotribunales del CIADI, como juez inapelable de cualquier
controversia. Las conclusiones de Azpiazu et al son contundentes: las
empresas extranjeras son más importadoras que las nacionales; se
apropiaron de una proporción superior del excedente generado por los
trabajadores, con una baja reinversión de utilidades; registraron las
tasas más altas de beneficios; fueron menos generadoras de empleo por
unidad producida y practicaron una distribución funcional del ingreso
regresiva; desintegraron la industria en el espacio nacional, porque la
integraron entre sus filiales en distintos países, y sólo invirtieron en
investigación y desarrollo en sus casas matrices, con lo cual no
generaron entramados locales virtuosos. No fueron agentes difusores de
la inversión ni del cambio y/o la innovación tecnológica y, “al ser
fuertes importadoras de bienes de capital, han contribuido a profundizar
el deterioro de la industria local de maquinaria y equipo y al
desequilibrio comercial en la materia”. En su segundo mandato, CFK ha
adoptado una serie de medidas para modificar esta situación, como la
elevación de los aranceles para la importación de bienes de capital, y
la expropiación de YPF como insignia. Pero la eliminación de los
privilegios concedidos a los inversores extranjeros asoma en el
horizonte como un paso inevitable, para seguir haciendo de la necesidad
virtud.
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