Esta frase no viene de ningún papa, es de Martin Heidegger (1889-1976),
uno de los más profundos filósofos alemanes del siglo XX, en una
entrevista concedida al semanario Der Spiegel el 23 de septiembre
de 1966, pero solamente publicada el 31 de mayo de 1976, una semana
después de su muerte. Heidegger siempre fue un atento observador de los
destinos amenazadores de nuestra civilización tecnológica. Para él la
tecnología, como intervención en la dinámica natural del mundo para
beneficio humano, ha penetrado de tal manera en nuestro modo de ser que
se ha transformado en una segunda naturaleza.
Hoy en día no nos podemos imaginar sin el vasto aparato
científico-técnico sobre el cual está asentada nuestra civilización,
pero está dominada por una compulsión oportunista que se traduce en la
fórmula: si podemos hacerlo, también nos es permitido hacerlo sin
ninguna otra consideración ética. Las armas de destrucción masiva
surgieron de esta actitud. Si existen, ¿por qué no usarlas?
Para el filósofo, una técnica así, sin conciencia, es la más clara
expresión de nuestro paradigma y de nuestra mentalidad, nacidas en los
albores de la modernidad, en el siglo XVI, pero cuyas raíces se
encuentran ya en la metafísica clásica griega. Esta mentalidad se guía
por la explotación, por el cálculo, por la mecanización y por la
eficiencia aplicada en todos los ámbitos, pero principalmente en
relación con la naturaleza. Esta comprensión ha entrado en nosotros de
tal manera que consideramos la tecnología como la panacea para todos
nuestros problemas. Inconscientemente nos definimos contra la naturaleza
que debe ser dominada y explotada. Nosotros mismos nos hacemos objeto
de la ciencia, al ser manipulados nuestros órganos y hasta nuestros
genes.
Entre ser humano y naturaleza se ha establecido un divorcio que se
revela por la creciente degradación ambiental y social. El mantenimiento
y la aceleración de este proceso tecnológico, según el filósofo, puede
llevarnos a una eventual autodestrucción. La máquina de muerte hace
decenios que está ya construida.
Para salir de esta situación no bastan los llamamientos éticos y
religiosos, mucho menos la simple buena voluntad. Se trata de un
problema metafísico, es decir, de un modo de ver y de pensar la
realidad. Estamos en un tren que corre veloz sobre dos raíles; está
yendo al encuentro de un abismo que hay más adelante y no sabemos cómo
pararlo.¿Qué hacer? Esa es la cuestión.
Si quisiéramos, podríamos encontrar una mentalidad distinta en nuestra
tradición cultural, en los presocráticos como Heráclito entre otros, que
todavía veían la conexión orgánica entre ser humano y naturaleza, entre
lo divino y lo terreno, y alimentaban un sentido de pertenencia a un
Todo mayor. El saber no estaba al servicio del poder sino de la vida y
de la contemplación del misterio del ser. O en toda la reflexión
contemporánea sobre el nuevo paradigma cosmológico-ecológico, que ve la
unidad y la complejidad del único y gran proceso de la evolución, del
cual todos los seres emergen y son interdependientes. Pero este camino
nos es vedado por el exceso de tecnociencia, de racionalidad
calculatoria y por los inmensos intereses económicos de los grandes
consorcios que viven de este statu quo.
¿Hacia dónde vamos? En este contexto de indagaciones fue donde Heidegger
pronunció esta famosa y profética sentencia: «La filosofía no podrá
provocar directamente un cambio del estado presente del mundo. Y esto no
es válido sólo para la filosofía sino también para toda actividad de
pensamiento humano. Sólo un Dios puede aún salvarnos (Nur noch ein Gott kann uns retten).
La única posibilidad que nos queda, en el pensamiento y en la poesía,
es preparar nuestra disponibilidad para la manifestación de ese Dios o
para la ausencia de Dios en tiempo de ocaso (Untergrund); dado que nosotros, ante el Dios ausente, vamos a desaparecer».
Lo que Heidegger afirma está siendo gritado también por notables
pensadores, científicos y ecólogos. O cambiamos de rumbo o nuestra
civilización pone en peligro su futuro. Nuestra actitud es de apertura a
un adviento de Dios, esa Energía poderosa y amorosa que sustenta a cada
ser y a todo el universo. Él podrá salvarnos. Esta actitud está bien
representada por la gratuidad de la poesía y del libre pensar. Y como
Dios, según las Escrituras, es «el supremo amante de la vida» (Sabiduría
11,24), esperamos que no permitirá un fin trágico para el ser humano.
Éste existe para brillar, convivir y ser feliz.
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