23/12/2011
Vengo de hace tiempo, de los fines de los años 30 del siglo
pasado, de un tiempo en que Papá Noel todavía no había llegado en su
trineo. En nuestras colonias italianas, alemanas y polacas, exploradoras
de la región de Concórdia (Santa Catarina), conocida por ser la sede de
la Sadia y de la Seara con sus excelentes productos de carne, sólo se
conocía al Niño Jesús. Eran tiempos de fe ingenua y profunda que
informaba todos los detalles de la vida. Para nosotros los niños, la
Navidad era la culminación del año, preparada y anhelada. Por fín venía
el niño Jesús con su mulita (musseta en veneto) a traernos regalos.
La región tenía pinares hasta donde se perdía la vista y
era fácil encontrar un hermoso pino. Lo adornábamos con los materiales
rudimentarios de aquella región todavía en construcción. Utilizábamos
papel de colores, de celofán y pinturas que nosotros mismos hacíamos en
la escuela. La madre hacía pan de miel con distintas figuras, humanas y
de bichitos, que colgábamos de las ramas del pino. En la punta siempre
había una estrella grande recubierta de papel amarillo. Debajo,
alrededor del pino, montábamos el pesebre, hecho con figuritas de papel
recortadas de una revista a
la que mi padre, maestro de escuela, estaba suscrito. Ahí estaba el
Buen José, María, toda recogida, los Reyes Magos, los pastores, las
ovejitas, el buey y la mula, algunos perros, y los ángeles cantores, que
colgábamos en las ramas más bajas. Y naturalmente, en el centro, el
Niño Jesús, que, al verlo casi desnudo, lo imaginábamos titiritando de
frío y nos llenábamos de compasión.
Vivíamos el tiempo glorioso del mito. El mito traduce mejor la verdad
que la pura y simple descripción histórica. ¿Cómo hablar de un Dios que
se hace niño, del misterio del ser humano, de su salvación, del bien y
del mal, sino contando historias y proyectando mitos que revelan el
sentido profundo del acontecimiento? Los relatos del nacimiento de Jesús
que están en los evangelios, contienen elementos históricos, pero para
enfatizar su significado religioso, vienen revestidos de lenguaje
mitológico y simbólico. Para nosotros niños, todo eso eran verdades que
asumíamos con entusiamo.
Antes de introducirse el decimotercer salario, los profesores
recibían una paga extra por Navidad. Mi padre gastaba todo ese dinero
para comprar regalos a sus 11 hijos. Eran regalos que venían de lejos y
todos instructivos: una baraja con los nombres de los músicos
importantes, de pintores célebres, cuyos nombres nos costaba trabajo
pronunciar, y nos reíamos de las barbas que tenían, de su nariz o de
cualquier otro detalle. Un regalo que tuvo mucho éxito: una caja con
materiales para construir una casa o un castillo. Los más mayores
empezábamos a participar de la modernidad: recibíamos un jeep o un
automóvil que se movían dándoles cuerda, o una rueda que al girar
lanzaba chispas, y otras cosas por el estilo.
Para que no hubiese peleas, cada regalo tenía escrito debajo el
nombre del hijo o de la hija. Y después comenzaban las negociaciones y
los cambalaches. La prueba infalible de que el Niño Jesús había pasado
por casa era la desaparición de los manojos de hierba fresca. Corríamos a
comprobarlo. Y así era, la musseta se lo había comido todo.
Hoy vivimos los tiempos de la razón y de la desmitificación. Pero
esto vale solo para los adultos. Los niños, ahora con Papa Noel y ya no
con el Niño Jesús, viven el mundo encantado de los sueños. El viejito
bonachón trae regalos y da buenos consejos. Como tengo barba blanca, no
hay niño o niña que pase por mi lado y no me llame Papá Noel. Yo les
digo que no soy Papá Noel sino su hermano, que vengo a observar si los
niños hacen todo como se debe y después se lo cuento todo a Papá Noel
para que les traiga un buen regalo. Así y todo, muchos dudan. Se
acercan, me tocan la barba y dicen: No, usted es Papá Noel mismo. Soy
una persona como cualquier otra, pero el mito me hace ser Papá Noel de
verdad.
Si nosotros adultos, hijos de la modernidad crítica y de la
desmitificación, ya no conseguimos encantarnos, permitamos, por lo
menos, que nuestros hijos e hijas se encanten y gocen del reino mágico
de la fantasía. Su existencia estará llena de sentido y de alegría. ¿Qué
más queremos para Navidad sino esos dones preciosos que Jesús quiso
también traer a este mundo?
Leonardo Boff es autor de El Sol de la Esperanza: Navidad, historias,
poesías y símbolos, Editorial Mar de Idéias, Río de Janeiro 2007.
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